Infiltrados.
El silencio del pasillo subterráneo era engañoso. Cada tubo oxidado que goteaba agua, cada chispa eléctrica que salía de un panel roto parecía amplificar el eco de sus pasos. Nadie hablaba; cada uno sabía que un solo sonido de más podía alertar a los Centinelas.
Isela sentía que el cuaderno latía en su mochila como si fuera un corazón vivo, acelerado, inquieto. Su luz azul, filtrándose entre las costuras de la tela, iluminaba débilmente el rostro de Damian, que avanzaba al frente con un arma improvisada en mano.
—Falta poco —susurró Leo, con los ojos fijos en el mapa mental que Isela les había descrito—. El núcleo del laboratorio debería estar detrás de esa compuerta.
El aire se volvió más pesado a medida que se acercaban. El cuaderno proyectó en la mente de Isela imágenes rápidas: un laboratorio enorme, cápsulas selladas, pantallas con datos ininteligibles. Y, en el centro, una figura oscura.
La compuerta chirrió al abrirse. Una sala gigantesca se desplegó ante ellos: columnas de cri