El Segundo Día.
La luz del amanecer no llegó de golpe: reptó lentamente desde el horizonte, un hilo tímido de claridad que apenas lograba atravesar la bruma pegajosa que cubría el paisaje.
El camino frente a ellos era una línea hundida entre pastizales secos, retorcidos, como si la noche hubiera absorbido toda su humedad.
Cayden caminaba unos pasos por delante, su paso constante, mecánico, adaptándose a la irregularidad del terreno con una facilidad antinatural. Pero cada tanto, cada tres o cuatro segundos, miraba atrás.
Isela venía más lenta, más cansada, más rota.
Y aunque intentaba mantener el ritmo, su cuerpo humano no estaba hecho para esa distancia, ese calor, esa sequedad ni esa tensión emocional que les apretaba los pulmones como un puño invisible.
El segundo día siempre era peor que el primero. Era cuando el cuerpo empezaba a entender que la falta de agua no era momentánea. Que la falta de comida no era accidental, que la luz del sol no daba tregua, y que ese camino no tenía sombra.
—Isela —