Sin Descanso.
El sol cayó lentamente, como una moneda sucia hundiéndose en un charco, y el cielo comenzó a teñirse de un naranja enfermo. El segundo día fuera del Consejo se había sentido interminable, con un peso extraño sobre sus cuerpos, como si los kilómetros recorridos fueran plomo acumulado en huesos ya fatigados desde antes de partir.
Isela caminaba con pasos tambaleantes. Ya no levantaba bien los pies; tropezaba con raíces invisibles, piedras que no estaban ahí, sombras que parecían moverse.
Su respiración era un jadeo tensado, rasposo, como el sonido de una hoja desgarrándose lentamente. El sudor se había secado hacía horas, dejando una capa pegajosa y salada que ardía en la piel. Su boca estaba seca, tan seca que la lengua parecía un pedazo de tela áspera.
—Isela… —Cayden la sostuvo por el antebrazo cuando ella casi cayó por tercera vez en el último minuto.
No respondió. Tenía la mirada desenfocada, perdida en un punto que no existía.
La carretera, sinuosa y agrietada, se extendía frente