El Ruido.
El ruido cesa cuando Damian se detiene.
No es una pausa voluntaria. Es una interrupción interna, como si algo dentro de él hubiese tirado de una correa invisible.
Su cuerpo obedece, pero su rostro no: los músculos de la mandíbula se tensan, el parpadeo se vuelve irregular, y durante un segundo sus ojos pierden foco, como si miraran demasiadas cosas al mismo tiempo.
Livia lo reconoce incluso antes de aceptar que es real.
El terror le sube desde el estómago hasta la garganta con una velocidad brutal. Da un paso atrás, luego otro, hasta que tropieza con una raíz expuesta y casi cae.
No huye. No puede. Parte de ella quiere correr hasta que los pulmones revienten; otra parte quiere quedarse allí, anclada a ese punto exacto de la carretera, como si moverse implicara perder algo irreparable.
—Damian… —dice, pero su voz no le pertenece del todo.
Él alza una mano, apenas. El gesto es torpe, incompleto, como si hubiera olvidado la forma correcta de hacerlo.
—No te acerques —añade ella, más firm