El Juego.
Las luces del coche en la esquina parpadeaban, y el hombre del traje avanzaba con el arma en alto. Damian mantenía su pistola apuntando, calculando cada paso, mientras Livia, a espaldas de Isela, recogía el cuchillo otra vez, temblando entre el instinto de pelear y el miedo de perder.
Leo no se movió de inmediato. La voz de su hermana lo había detenido como una mano invisible cerrándose sobre su pecho. Los ojos oscuros, entrenados para leer peligros, ahora sólo veían el rostro de Isela, empapado, las pestañas pegadas por el agua.
—Baja el arma —susurró Isela—. Por favor.
El silencio era un cristal a punto de romperse. Leo no obedeció ni desobedeció. Miró al hombre del traje, después a Damian, después a Isela. Sus labios se movieron, apenas un hilo:
—No sabes lo que estás pidiendo.
Isela dio un paso al frente. Sentía la humedad filtrarse por sus zapatos rotos, la piel de las manos ardiendo del frío, pero su voz salió firme:
—Sí sé. Estoy cansada de que decidan por mí.
Damian se tensó. P