Animales.

El instante antes de que la aguja descendiera, Damian pensó, no por primera vez, pero sí con una claridad insoportable, que morir habría sido más fácil.

Más limpio, más misericordioso, porque lo que estaba a punto de perder no era su cuerpo.

Era él mismo.

Pero cuando el metal tocó la piel de su cuello, la programación dentro de su mente estalló en una luz blanca, violenta, como un relámpago atrapado dentro del cráneo.

Su espalda se arqueó, las correas chirriaron. Y de pronto, todo lo que era Damian, sus recuerdos, su voz, sus temores, sus decisiones, su propia forma de amar, quedó suspendido, colgando de un hilo finísimo que podía cortarse con el más mínimo error del sistema.

No vio el laboratorio, no vio al médico, no sintió la aguja.

Solo sintió dos pulsos.

Uno frío, uno cálido.

Dos ritmos distintos golpeando dentro de él, como si su mente fuera una habitación llena de ecos ajenos.

Orden: localizar.

Orden: seguir.

Orden: capturar.

La voz fría era estable, precisa, afónica. La progra
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