Son Órdenes.

El silencio tras la intervención médica no era silencio real. Era un silencio programado.

Uno que vibraba en el mismo ritmo que las luces del laboratorio, como si el aire fuera un metrónomo diseñado para acompasar sus respiraciones.

Damian lo sintió primero: el peso metálico en su mente, hundiéndose como una plancha incandescente. Una presión seca, un latido que no era el suyo.

El panel sobre él proyectaba patrones rítmicos: ondas alineándose a la fuerza, repitiendo una frecuencia que intentaba borrar todo lo demás.

—Livia… —murmuró, casi sin voz.

Ella ya no temblaba, no lloraba, no forcejeaba.

Estaba de pie, a un metro de la camilla, mirando una pantalla que mostraba rutas posibles dentro del edificio. Sus ojos seguían los puntos azules como si fueran luces guía, y no órdenes implantadas.

—Damian —dijo ella, pero la forma en la que pronunció su nombre, no era ella. Era como si cada sílaba tuviera un eco frío por detrás, deformándola apenas.

—Livia… escúchame… —intentó él, con un hilo
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