El Valle de las Cicatrices estaba silencioso, salvo por el silbido del viento que recorría las piedras gastadas y los mojones tallados con runas de advertencia. Kael llegó antes que nadie. Vidar descendió lentamente, sus alas plegadas, y el dragón se posó en la colina que dominaba la línea fronteriza. Desde allí, Kael podía observar cada movimiento, cada sombra de Lirien que se aproximaba. La disciplina de su pueblo le había enseñado que la paciencia, como el acero, puede cortar más profundo que la espada.
Ainge llegó poco después, acompañada únicamente por el Capitán Varen, que mantenía la mano sobre el pomo de su espada, aunque sabía que no sería necesaria. El aire estaba impregnado del aroma a jazmín de Ainge, una nota que se sentía casi insolente en aquel páramo de humo y hierro. Kael la observó aproximarse con una frialdad controlada, midiendo cada paso, cada gesto.
—Hechicera —dijo, su voz resonando sobre el viento—. Veo que ha llegado sola.
Ainge inclinó levemente la cabeza, si