26. Los ecos de la puerta

El disparo sonó antes de que pudiera pensar.

No fue un arma: fue el chasquido seco de la madera cuando la cerradura cedió. El ruido me llegó al oído como un aviso que no admite dudas.

Estaba en la calle en menos de dos minutos, con el corazón golpeando como un reloj que perdió la calma.

El portero no respondió. El pasillo olía a humedad y a detergente barato. El perro de Mile ladraba con furia desde adentro, el sonido rebotando en paredes que no tienen secretos. Golpeé la puerta con el puño.

—¡Mile! ¡Soy yo! —grité.

Desde adentro su voz: temblor, respiración corta.

—¡Fran, no entres! —me suplicó.

Empujé igual. La cerradura cedió y la puerta se abrió como si por fin confesara algo.

El intruso estaba a tres pasos, vestido de oscuro, la gorra baja, la sombra de su rostro como una máscara. Sostenía en la mano algo metálico, una barra o una palanca, el tipo de herramienta pensada para hacer daño en silencio. No lo pensé: actué.

Lo lancé contra la pared con todo lo que soy. La pelea fue cor
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