24. Donde arde el silencio

Me desperté antes de que la alarma siquiera pensara en sonar. La luz pálida de la mañana entraba por la cortina como si pidiera permiso, tímida y algo culpable. Mile respiraba tranquila a mi lado; su vientre se hundía y subía con esa cadencia que me vuelve manso. El perro, todavía medio dormido, se había acurrucado entre nuestras pantorrillas, ese guardián satisfecho que siempre encuentra su puesto.

No quise moverme. Hay escenas que se quiebran si uno las interrumpe. Verla dormir era una de esas escenas: frágil, potente y prestada. Me quedé un rato más, midiendo la respiración, escuchando el ruido mínimo de la caña del radiador, dejando que el mundo hiciera su ruido sin que yo lo estropeara con pasos.

Más tarde el día nos reclamó. Café, pan, dos tazas con el mismo desgaste, la mesa con la marca de una anilla vieja.

—¿Te arrepentís? —le pregunté sin rodeos, porque la limpieza del miedo no se consigue con conjeturas.

—De no haber dormido así antes —contestó—. Y sonó a verdad, y me dolió
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