22. Lo que queda en pie
Cuando la gente sonríe demasiado en los pasillos, algo anda mal.
Tomás me esperaba en el lobby con dos cafés que no había pagado.
—No soy tu enemigo —dijo, antes de que yo dijera nada.
—Entonces deja de actuar como aliado —repliqué.
Caminamos hasta la calle. El cielo estaba a punto de romperse en lluvia.
—Tu directora de cuentas compartió accesos con mi gente —comentó Tomás, sin rodeos—. Por “eficiencia”.
—Mi directora de cuentas no hace nada sin mi firma —dije.
—Eso creías —torció los labios—. Y no es la única. Alguien, en legal, también firma de más. Mirá arriba, Devereux. A veces el topo usa traje.
No le di el gusto de una amenaza.
—Quiero nombres.
—Yo quiero garantías —respondió—. Nadie ofrece lo que no necesita.
—Vos sí —corté, y me di media vuelta antes de que el cielo cayera.
De regreso en la oficina, pedí al área de compras los contratos y anexos de mantenimiento. Me entregaron PDFs pulcros, sin marcas, sin errores. Demasiado perfectos. Esa clase de limpieza que huele a encubr