Nicolai Koslov había sido, a su modo, generoso. Después de la paliza, no lo había matado ni lo había dejado en un callejón. Simplemente lo había lanzado a la puerta de un motel de mala muerte en la zona vieja de Las Vegas, un lugar lleno de neones parpadeantes y el hedor a tabaco barato y desesperación.
Ahmed despertó con un dolor que no era solo físico. El rostro se le había hinchado y sus costillas protestaban con cada respiración, pero la herida más profunda era la humillación. Recordaba la arrogancia de Nicolai, la calma con la que lo había desarmado, y la advertencia silenciosa de Horus. ¡Horus! Ese hombre que había robado a su Senay y ahora la tenía prisionera en una jaula de oro.
La rabia le hirvió en la sangre, una sensación tan intensa que logró sacarlo de la cama. Revisó sus bolsillos: solo su cartera y las llaves de un coche que no estaba allí. No le quedaba dignidad, pero le quedaban recursos financieros. O mejor dicho, los recursos que había robado.
Se arrastró hasta la r