La fría brisa marina no trajo consuelo. Horus se encontraba en un estacionamiento desolado a las afueras de Malibú, sus ojos fijos en el vehículo que había servido como prisión temporal para su esposa. La furgoneta oscura, un modelo utilitario anónimo, estaba abierta y vacía. Los técnicos forenses ya estaban allí, cubiertos con guantes y escudriñando cada centímetro, pero el primogénito no necesitaba su veredicto. La verdad era innegable.
Horus, abatido por la falta de información, sintió que la desesperación lo mordía de nuevo. Había logrado rastrear la ruta por las carreteras secundarias de la costa, moviéndose con la velocidad de un depredador herido, solo para encontrar el carro en donde se llevaron a Senay abandonado en la playa. Era un callejón sin salida, una burla cruel. El fugitivo, Ahmed, había cambiado de vehículo o había entrado en alguna de las innumerables propiedades costeras.
—¿Algún rastro? ¿Huellas? —preguntó Horus a uno de los hombres de su seguridad personal.
—Lame