El despacho de Set olía a ébano pulido, a un cigarro cubano recién extinguido y, ahora, a la acidez metálica del miedo. Afuera, la búsqueda de Senay se desplegaba con una furia organizada, pero dentro, el tiempo se había detenido. Solo quedaban Set y Dilara, la mujer que acababa de despertar de un desmayo autoinducido por el terror.
A puertas cerradas, sin testigos, la sala de poder de la mansión se convirtió en un tribunal. El patriarca se acercó a su esposa, que seguía en el sillón de cuero, con el cabello revuelto y la dignidad hecha trizas. No había gritos en el aire, sino una calma que era mil veces peor, la calma de la certeza final.
Set, con la voz apenas audible, hizo la pregunta que se había estado cociendo a fuego lento desde que había visto a su hijo menor, el fugitivo, cargar a su nuera como un despojo.
—Dime. ¿Qué tanto sabías, Dilara?
La matriarca Arslan levantó la mirada. Ya no era la mujer imponente que presidía banquetes; era una figura derrotada, envuelta en una sed