Horus y Senay se sentaron juntos en la arena fría, justo donde las olas rompían con un susurro constante. El sol ya había desaparecido, dejando el cielo con un profundo tono azul noche y las primeras estrellas visibles. La atmósfera estaba cargada de emoción, pero también de una paz recién encontrada después del beso.
Horus sostuvo la carpeta de pruebas en su regazo, pero sabía que la verdad de los documentos no era tan importante como la verdad de su corazón.
—Sé que te mereces la verdad, y no a medias. Te mereces cada palabra, Senay —empezó Horus, su voz profunda y sincera—. Cuando estabas en el hospital, inconsciente, fue el doctor que me llamó. Él me hizo llegar los informes del análisis de tu sangre. Me dijo que lo que tenías era una toxina. Que no era natural, que había sido puesta allí para hacerte perder al bebé.
Senay escuchó, con la mirada fija en el mar, pero su mano se aferraba a la de él, buscando apoyo.
—Cuando lo supe, sentí que el mundo se me venía encima. No solo perd