Senay no decía nada, confundida, su cuerpo resentido y su mente perdida. Había aceptado ir con un desconocido; realmente no sabía bien qué hacer.
En silencio, los dos avanzaban por Malibú. Horus buscaba la manera de preguntar a dónde llevarla, pero no sabía cómo comenzar la conversación. Se encontró extrañamente nervioso con una mujer a su lado, algo que no le pasaba desde la secundaria. Él no se comportaba de esta forma, ¿por qué lo hacía ahora? Carraspeó la garganta y se detuvo.
Ahmed se había sentado a la mesa, todavía agitado por la confrontación en la oficina, pero el miedo a su madre era más fuerte que el eco de la varita. Intentó concentrarse en el banquete, en el brillo de la plata, forzándola a creer que había hecho la elección correcta.
—Ahora que Horus finalmente ha llegado —dijo Dilara Arslan, su voz cortando el aire como un cuchillo. Aunque Horus había llamado para excusarse de la cena por "un imprevisto", la madre no podía dejar pasar la oportunidad de humillar a Ahmed en público—. Hijo, me alegra que hayas entendido la seriedad de nuestra posición.
Ahmed sintió un escalofrío. Levantó la vista, encontrando la mirada de su padre, quien asintió con aprobación.
—He tomado la decisión de acelerar tus planes, Ahmed —continuó Dilara, con una sonrisa de depredadora—. Tu hermano mayor es un espíritu indomable, pero tú has demostrado lealtad a la familia. Es hora de que asegures tu posición.
Dilara hizo una seña, y de la sala contigua apareció una joven. Era Hadiya Demir, la acaudalada heredera, la misma mujer con la que Horus había tenido encuentros casuales y a quien Dilara tanto había deseado como nuera. Hadiya era imponente, bellísima y, sobre todo, una mujer que entendía el poder y la obediencia.
—Hijo mío —dijo Dilara, con una grandilocuencia que buscaba la aprobación del patriarca—, te presento formalmente a Hadiya Demir, quien ha aceptado el honor de unirse a nuestra familia. Ella no solo es una mujer de nuestra cultura, sino que también es una alianza estratégica invaluable.
Hadiya se acercó a Ahmed, su sonrisa era educada, pero en sus ojos había un destello de superioridad. Extendió la mano.
Ahmed, con la imagen de Senay y la varita aún quemándole en la mente, sintió el peso de la trampa. Su corazón le gritó que se levantara, que defendiera el amor que había abandonado. Pero sus manos, envueltas en el sueño de la herencia y el poder, solo pudieron reaccionar a la orden de su madre.
No hubo rechistar. Fue un acto de sumisión absoluta.
Ahmed tomó la mano de Hadiya. El frío del diamante en el anillo de compromiso que Dilara le había pasado contrastaba con el calor de su traición.
—Es un honor, Hadiya —dijo Ahmed, obligándose a sonreír. Selló el pacto con un apretón firme. En ese momento, enterró no solo su amor por Senay, sino también cualquier rastro de la buena conciencia que pudo haberle quedado.
La cena continuó con brindis y felicitaciones. Ahmed bebió más de la cuenta, intentando ahogar la culpa y la imagen persistente de Senay. Él había tomado su decisión final: el oro primero, la vida después.
Horus se detuvo en un área de descanso con vista al mar. Se giró para enfrentar a Senay.
—Senay —comenzó, su voz profunda y seria—. Debo decirte algo que es difícil de escuchar, y quiero que me respondas con absoluta verdad.
Senay lo miró, sus ojos miel llenos de una tristeza abismal que parecía aceptar cualquier mala noticia.
—¿El hombre... el padre de ese niño... él sabe?
—Sí —su voz era apenas un soplo—. Él lo sabe.
—Y él te pidió que... ¿te deshicieras de él?
Senay rompió a llorar, confirmando la brutalidad de Ahmed sin necesidad de palabras. La ira de Horus se encendió, confirmando que su hermano había caído en el agujero de la cobardía.
—Mira, Senay —dijo Horus, y su tono cambió de compasivo a autoritario. Había tomado una decisión fría, calculada, pero impulsada por una extraña justicia—. Tienes dos problemas: un hombre que te traicionó y una familia que te deshonrará por la tradición. Yo tengo un problema: una madre que quiere casarme por herencia con una mujer que no me importa, y un hermano que se ha doblegado a sus pies.
Hizo una pausa, observando la desesperación de Senay.
—Soy Horus Arslan. Mi hermano es Ahmed Arslan. Mi madre es Dilara Arslan. Si te arrojaste al mar, fue por el miedo a la deshonra y la soledad. Yo puedo eliminar ese miedo.
Senay lo miró con asombro.
—¿Qué estás diciendo?
—Estoy diciendo que no necesitas morir por la traición de un cobarde. Necesitas un escudo. Y yo necesito un arma. Nos necesitamos mutuamente.
Horus se inclinó hacia ella, su mirada intensa, la voz baja y conspirativa.
—Cásate conmigo. En dos semanas. No será amor, será un pacto. Yo te daré mi apellido, la protección de mi riqueza y mi posición, la legitimidad para ese niño. Mi madre no podrá tocarte si eres mi esposa y mi heredera, y Ahmed se consumirá al ver que lo que desechó se convirtió en el poder de su rival. A cambio, tú serás mi esposa ante la ley y ante mi familia, y me darás la libertad de seguir mis propios negocios sin la presión de la herencia que ya no necesito.
La propuesta era audaz, inverosímil, un salto al vacío. Senay no podía creer lo que escuchaba. El hombre que la había salvado del agua ahora le ofrecía un rescate de la vida misma, pero a un precio terrible: la farsa.
—¿Y el niño? —preguntó Senay, con un hilo de voz.
—El niño llevará mi apellido —declaró Horus con firmeza, el destino del bebé sellado por una mentira—. Será mi hijo, y mi familia nunca sabrá que no lo es. ¿Aceptas este pacto, Senay? ¿Aceptas luchar por la vida, o vuelves a la decepción?
Senay miró el mar oscuro. Miró el rostro fuerte y determinado de Horus. No había amor, solo una promesa de seguridad. Y por su bebé, ella aceptaría cualquier precio.
—Acepto —susurró Senay.
Horus tomó su mano, su agarre firme y protector, sellando el pacto de urgencia que daría inicio a una guerra familiar.