Horus, que había logrado dejar atrás el muelle de San Francisco con un propósito de relajación, conducía su deportivo descapotable. Su mente estaba fija en la cena familiar, preparándose mentalmente para el enfrentamiento con su madre, Dilara. Su visión periférica captó un destello de movimiento inusual: una figura que, más que caer, parecía arrojarse al mar desde el pequeño muelle.
El instinto, más rápido que la lógica, tomó el control. Horus no dudó. Detuvo el carro en seco, abrió la puerta de un golpe y corrió hacia la playa. Con la rapidez que pudo, tiró su saco y su corbata a un lado, descalzándose de prisa. Se sumergió en el agua fría, sus ojos buscando la silueta que se hundía.
Vio a la joven. Estaba con los ojos cerrados, dejándose arrastrar por la corriente. Se le hizo extrañamente conocida, esa piel trigueña, el cabello oscuro flotando como algas. De pronto, la memoria de la recepción de su hermano y los ojos color miel lo golpeó como un rayo. ¡Era la chica de la oficina!
La incertidumbre de un momento se convirtió en la urgencia de salvarla. Se sumergió lo más rápido que pudo. Un impulso de adrenalina, un deseo de preservar la vida, lo llevó hasta ella. Pasó su brazo por la cintura de la joven, ya inconsciente, y comenzó a subir.
Llegar a la orilla no fue fácil. El mar se resistía a entregar su presa. Una vez en la arena, la joven estaba inconsciente, pero respiraba, aunque de forma lenta y superficial.
Horus la levantó en sus brazos, su cuerpo frío y empapado contrastando con el calor de su propia piel. La llevó hasta su carro, tomó las pertenencias que supuso eran suyas, y se dirigió a urgencias del hospital más cercano.
En el hospital, fue admitida enseguida. Fue llevada a un box de estabilización. A Horus lo sacaron de allí para el proceso de ingreso. Buscó en la cartera y descubrió una credencial universitaria con el nombre Senay Hassan.
—Necesito sus datos y los de la paciente —pidió la enfermera.
Horus mintió, impulsado por una necesidad de proteger la identidad de la chica y asegurar la inmediatez de la atención.
—Soy su... novio. Somos prometidos —entregó sus datos y luego se quedó esperando, su cuerpo tiritando ligeramente por el frío y la adrenalina.
¿Qué había sucedido? ¿Por qué toda esa adrenalina al verla perderse en el mar? Su cuerpo hormigueaba. Estaba nervioso, preocupado. No podía negar que la chica lo había eclipsado en la oficina, pero ¿por qué se había arrojado al agua? Se veía tan indefensa, tan sola.
El móvil vibró. Era Ahmed, preguntando si había llegado bien a su casa.
—Sí, todo está bien —mintió, su voz firme pese al temblor interno—. De hecho, pasaré la noche con amigos, creo que aprovecharé mi estadía. —Aparentó calma, aunque no necesitaba preguntas incómodas en este momento.
—Está bien, tenía la intención de invitarte... —Ahmed, aún confuso por la noticia de Senay, pero ya aliviado por haber "resuelto" el problema, no imaginaba que su exnovia estaba en compañía de su hermano.
—No te preocupes, me gusta mi paz —Horus, con esa frase, apagó toda esperanza de encuentro con su hermano. Él no tenía intención de volver a ser tan cercanos como lo habían sido, pues ver a Ahmed rendido a los pies de su madre le confirmaba que se había convertido en la marioneta de la herencia.
Los hermanos se despidieron. Ahmed, en la cena familiar, bebería hasta quedar inconsciente, sin dejar de llamar a Senay, sin obtener respuesta, convencido de que su error había sido necesario.
Mientras tanto, Horus, ya había cambiado de ropa y dentro de la habitación que le habían asignado a la joven, la esperaba. Había visto cómo el móvil de ella sonaba, pero jamás imaginó que era su hermano. Dejó las pertenencias de la joven sobre la mesa de noche, mientras la observaba dormir. Los médicos le habían dicho que estaba estable, solo inconsciente por falta de aire. Eso lo había relajado, pero la pregunta persistía: ¿por qué había intentado ahogarse?
La madrugada se dejó ver. El asistente de Horus había ido a dejarle algunos documentos y una muda de ropa limpia. Horus se negaba a dejar sola a la joven hasta que despertara.
Poco a poco, Senay fue abriendo los ojos. Tenía asco en la boca, y las paredes blancas la encandilaban. Una mano sobre su brazo la ayudó a enderezarse. Estaba confundida, desorientada, pero tan pronto su cabeza dejó de dar vueltas, la brutal realidad de su vida la golpeó. Soltó un suspiro y bajó la mirada, sin siquiera observar al extraño que la acompañaba.
—Pensé que un "Gracias" sería mejor —dijo Horus, intentando una broma torpe, mientras veía cómo la mirada confusa de la chica se transformaba en una de tristeza total.
—Lo siento, solo... —su frase fue cortada por el doctor, quien entró con una carpeta.
—Bienvenida, Sra. Hassan, permítame revisar —el doctor prosiguió, y Horus no corrigió la mentira—. Tuvimos que ayudar a sus pulmones a volver a respirar con normalidad, pero fuera de ello no hay riesgos. Solo debe cuidarse para no volver a caer al mar. —Senay solo asintió—. Señor —habló dirigiéndose a Horus—, podríamos darle el alta en un par de horas.
Ambos hombres extendieron las manos, y la enfermera revisó sus vitales.
—Ahora vendrá el ginecólogo —avisó la mujer de blanco mientras salía.
Ginecólogo. El cuerpo de Senay se encogió. Horus quedó pensativo, el nombre del especialista resonando en su mente. ¿Ginecólogo? ¿Por qué?
—Discúlpame, debí mentir —explicó Horus una vez solos—. Dije que era tu novio para que me permitieran entrar.
—Gracias, por ayudarme y acompañarme —el silencio reinó, ambos sin saber qué decir, la intimidad de la muerte flotando en el aire—. No debías salvarme —comenzó a sollozar, y Horus, cerrando la puerta, se puso a su lado—. Soy una decepción, una gran decepción.
—No te preocupes, toda vida es valiosa. No debes ser tan dura contigo misma —trataba de calmarla, sin saber la profundidad de su dolor.
—No entiendes... —quiso explicar el peso de la tradición, el desprecio de Ahmed, el miedo a ser una paria.
Pero fueron interrumpidos por el ginecólogo.
El ginecólogo entró con una serenidad profesional que contrastaba con la tormenta emocional en la habitación. Senay, devastada por su fracaso en morir, y Horus, aún lidiando con el shock de su rescate, permanecieron en silencio.
—Señores, disculpen, si quieren vuelvo en un rato —ofreció el doctor, sintiendo la tensión.
—No, estamos bien —negaron Horus y Senay a la vez.
El doctor prosiguió, entregando un documento al hombre. Horus lo tomó, sus ojos escaneando el diagnóstico general.
—Permítanme felicitarlos —dijo el doctor con una sonrisa amable, dirigiéndose principalmente a Senay, aunque incluyendo a Horus por su supuesta relación—. Señora, está usted embarazada.
Horus quedó de piedra. La palabra resonó en la habitación, aplastando el aire y la calma aparente. Embarazada. El suicidio. De repente, todo encajó con una claridad brutal: la desesperación, la absoluta rendición de la joven que había sacado del mar. No era solo un corazón roto; era un destino roto y la inmensa presión cultural que la había llevado a ese muelle.
La mirada baja de Senay le hizo eco en la cabeza. Ella sabía. La vergüenza, el miedo a la deshonra, era lo que la había llevado a arrojarse sin saber nadar. El desprecio de alguien la había llevado a intentar matar la vida que llevaba dentro.
El doctor, sin percatarse del drama interno, continuó dando instrucciones y asegurando que, a pesar del incidente, el embrión estaba sano. Finalmente, se despidió, dejando a Horus con el diagnóstico escrito y a Senay con la sentencia de vida que había intentado evitar.
Horus se sentó, el documento con el sello del hospital quemándole los dedos. Por primera vez en años, el hombre de negocios calculador estaba perdido.
—Lo siento —susurró Senay, su voz rota—. Te he metido en un problema que no te corresponde.
—No me has metido en nada, Senay —dijo Horus, su voz más suave, despojada de su habitual cinismo—. Salvar una vida no es un problema. —Se enderezó, la lógica volviendo lentamente—. Pero ahora entiendo. Es por el embarazo, ¿verdad? Es por eso que querías...
Senay asintió, las lágrimas cayendo silenciosamente por sus mejillas.
—Mi familia. Mis tradiciones. El hombre que me amaba...
El recuerdo de la recepción, el hombre apuesto con prisa, y las dos rayas rosas que Senay había sacado de su bolso, regresaron a Horus. Comprendió al instante. Su hermano, Ahmed, había sido el cobarde. La rabia, inicialmente por el intento de suicidio, se canalizó ahora hacia su hermano menor, por su desprecio y falta de hombría.
El alta se la dieron sin rechistar. Horus estaba indeciso. No era su responsabilidad, pero la curiosidad se había transformado en un sentido de protección feroz, impulsado por su desprecio por la cobardía de Ahmed y el sistema opresivo de su madre. La acompañó hasta el final.