Emma apagó la última lámpara de la sala, dejando que la penumbra envolviera el apartamento. Leonard, aún con la taza de la infusión vacía entre sus manos, se dejó guiar hasta la cama. Emma lo abrazó antes de acostarse, y él, como si temiera que la realidad pudiera desvanecerse si la soltaba, apretó sus brazos alrededor de ella con ternura.
—Duerme tranquilo —susurró ella acariciándole el cabello—. Ya mañana será otro día.
Leonard asintió, aunque en su pecho seguía pesando la nostalgia. Se recostó a su lado, escuchando la respiración pausada de Emma, y poco a poco fue cediendo al sueño.
Pero aquel no sería un descanso cualquiera.
En cuanto cerró los ojos, Leonard sintió que la textura de las sábanas cambiaba bajo sus dedos. Ya no eran de algodón moderno, sino de seda fina, bordada con hilos dorados. Se incorporó lentamente y descubrió que no estaba en el apartamento de Nueva York, sino en una amplia cámara iluminada por antorchas y candelabros de cristal.
Su corazón dio un vuelco. Reco