La luz de la mañana entraba suavemente por las ventanas del apartamento de Nueva York, bañando la cocina en un resplandor cálido y dorado. El aroma a café recién hecho se mezclaba con el olor del pan tostado, creando una sensación acogedora que parecía abrazar la habitación. Emma Valmont estaba de pie junto a la estufa, removiendo cuidadosamente un sartén en el que los huevos se cocinaban lentamente. Sus pensamientos estaban divididos entre la rutina matinal y la inquietud que sentía por Leonard, quien aún dormía profundamente en el dormitorio contiguo.
Leonard, todavía envuelto entre las sábanas, permanecía entre el sueño y la vigilia. Su mente lo transportaba nuevamente a Theros: los tapices dorados, los candelabros brillantes, el gran salón del trono y, por supuesto, la imponente figura de Lady Violeta Lancaster, que lo presionaba para elegir entre el amor y el deber. Su corazón latía con fuerza incluso en el sueño, y cada palabra de Violeta reverberaba en su mente, haciendo que el