El amanecer entraba lentamente por la ventana del desván. Emma despertó primero, pero no quiso moverse. Observó el perfil dormido de Leonard, la forma en que su respiración, aunque tranquila, parecía cargar un peso invisible. Desde el sueño premonitorio, él había cambiado. Su mirada, antes curiosa y rebelde, ahora estaba marcada por la angustia constante. Y ella lo sabía. Theros se le estaba desmoronando en la conciencia, aunque aún no tuviera pruebas concretas.
Cuando Leonard abrió los ojos, se sentó en silencio, mirando al suelo. Emma le rozó el brazo.
—¿Tuviste otra pesadilla?
Él negó con la cabeza, pero sus ojos estaban húmedos.
—No dormí. Estuve pensando toda la noche en mi madre. En el reino. En cómo no tengo forma de saber si todo lo que vi fue un sueño… o si realmente están sufriendo allá afuera mientras yo estoy aquí, haciendo nada.
Emma lo miró con compasión, pero también con resolución. Se levantó de la cama y se acercó al escritorio donde estaba el libro rojo. Lo abrió. La