La ceremonia fue impecable. Fría. Silenciosa.
Cada palabra, cada paso, cada símbolo del ritual entre Devon, Alfa de la manada Blacknight, y Alina, nieta del antiguo líder de Moonlight, se cumplió como estaba estipulado en el tratado. Y, sin embargo, no hubo celebración. Nadie sonrió. Nadie brindó. Nadie bailó.
Los soldados observaron con rostros duros. Algunos miembros del consejo murmuraban entre ellos, y los más ancianos no pudieron ocultar el dolor en sus ojos. La unión entre los descendientes de los que una vez fueron amigos parecía una burla.
Devon lo sentía. Cada mirada, cada suspiro contenido era un puñal. Pero el más doloroso fue cuando alzó la vista y vio, entre la multitud, los rostros ausentes de quienes no habían sobrevivido al ataque de Darkfang.
Su padre. Su hermana. Su abuelo. Su nana. Todos ellos... muertos hacía quince años.
Alina, de pie junto a él, notaba también la tensión. Las manos le temblaban bajo las mangas del vestido ceremonial. Estaba sola excepto por quiénes la habían acompañado, la presencia de su familia no fue permitida.
No era bienvenida. Nunca lo fue. Para todos, ella era la heredera de la traición, aunque no hubiese sido más que una niña cuando la guerra estalló. Aun así, el peso de la culpa se posaba sobre sus hombros como una losa invisible, y sus ojos se nublaban mientras su corazón se apretaba.
Devon no la miró ni una vez mientras sellaban el matrimonio.
La noche cayó con una pesadez insoportable.
El cuarto nupcial, decorado según la tradición ancestral de Blacknight, estaba lleno de simbolismos que no significaban nada para ninguno de los dos. Alina se sentó en la cama, con el vestido aún puesto, mirando hacia la ventana. No sabía si esperar algo, si prepararse para la consumación del matrimonio o simplemente seguir esperando que todo terminara de una vez.
Horas después, escuchó la puerta abrirse con un golpe seco.
Devon entró. Borracho. Su andar era firme, pero sus ojos estaban velados. Llevaba la chaqueta desabrochada y el olor a licor impregnaba el aire.
Ella se levantó de inmediato.
—¿Devon?
Él no contestó. Solo se acercó, deteniéndose frente a ella, con la mirada fija en el suelo por unos segundos. Luego, alzó los ojos. Oscuros. Opacos. Llenos de algo que no era deseo, ni amor, ni siquiera odio. Era un dolor apagado, amargo.
—A partir de ahora —dijo con voz ronca—, eres mía. Solo mía. No importa cómo llegamos a esto. Pero estás de mi lado ahora.
Alina frunció el ceño, confundida, dolida.
—Devon…
Él levantó una mano para hacerla callar.
—No me interesa lo que sientas. No podrás ayudar a los tuyos. A partir de este momento, tu lealtad es conmigo. No con la familia que nos traicionó hace quince años. Y si alguna vez nos encontramos en bandos opuestos... quiero que recuerdes esto: tienes que elegirme a mí por sobre ellos.
Ella abrió la boca para responder, pero las palabras no salieron.
Devon dio un paso atrás, sin mirarla más.
—No me sigas.
Y sin decir una sola palabra más, salió por la puerta con la misma brusquedad con la que había irrumpido.
Alina se quedó inmóvil durante varios minutos, como si el tiempo se hubiera congelado. Luego se llevó ambas manos al pecho, intentando, inútilmente, sostener los pedazos de un corazón que sentía a punto de romperse por completo.
Avanzó tambaleante hacia una esquina de la habitación, se dejó caer de rodillas y, por primera vez en mucho tiempo, soltó un grito desgarrador.
Fue entonces cuando toda la rabia, el dolor y la frustración acumulados comenzaron a emerger como una oleada imparable. Tenía veintitrés años y era una chica ingenua que siempre había vivido bajo el amparo de su familia, a resguardo de todos los males del mundo. ¿Cómo se suponía que debía renunciar a todo eso?
Su boda se había celebrado en soledad, sin la presencia cálida de los suyos, sin bendiciones ni abrazos. Solo un ambiente cargado de tristeza, de temores y de presagios sombríos. Y ahora, todo eso, hacía mella en ella.
Aquel grito ahogado llevaba semanas formándose: era la voz de la impotencia, del dolor de saberse una ficha en un juego ajeno, de haber sido entregada como moneda de cambio a un hombre que no solo no la amaba, sino que la detestaba. Era la angustia de tener que abandonar a su gente, a sus raíces, a su historia.
—¡Basta maldito! —exclamó con desesperación—. ¡No soy una traidora! ¡No soy una enemiga! ¡Solo quiero paz…! ¡Solo quiero que esto… termine…!
Se cubrió el rostro con ambas manos, los sollozos desgarrándola desde adentro. No sabía que, al otro lado de la puerta, Devon la estaba escuchando.
Apoyado contra la madera, con los ojos cerrados y la mandíbula apretada, oyó cada palabra, cada grito contenido, cada lamento.
Y no entró.
Se marchó en silencio, con el corazón estrangulado por un dolor que no sabía cómo nombrar, y el alma cargando más peso del que jamás quiso llevar.