Soriana corrió sin mirar atrás, sin importarle nada. El vestido ligero que había elegido para la celebración flameaba tras ella, manchado ahora por unas gotas de vino que habían caído durante la cena. Sus manos temblaban, el corazón le retumbaba en el pecho y los ojos le ardían de furia y vergüenza.

Había esperado toma posición pero todo se vino abajo, pues Mya no era la chica débil que ella creyó. La mirada de la joven loba, cargada de rencor. Sus palabras punzantes. “Lo siento si mi regreso te quitó el lugar de hija mimada a la que le dejan hacer y decir cualquier cosa”.

Soriana tragó saliva mientras subía las escaleras hacia sus aposentos, sus pies descalzos golpeando contra el suelo de piedra. Cuando llegó a la puerta, la cerró de un portazo. El eco retumbó por todo el pasillo, pero no le importó.

—¡Qué se quede con todos! —escupió con rabia, arrojando un jarrón contra la pared. El vidrio estalló en mil pedazos, como su paciencia, como su fachada de niña educada y dócil. Ya no le