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Capítulo 16. El heredero

La frase se clavó en el pecho de Soriana como un cuchillo mal enterrado. La joven no pudo contenerse. Cayó de rodillas junto a su madre adoptiva y comenzó a llorar desconsoladamente. Su rostro estaba rojo, desfigurado por la angustia.

—¡No puede ser ella! —gritaba entre sollozos—. ¡Es la hija del enemigo, madre! ¡Nos lo quitó todo! No es justo... tú me prometiste que me casaría con él.

Martha bajó la mirada. Su corazón, endurecido por los años y las pérdidas, no podía negar lo que sentía por Soriana. La había criado desde que los Darkfang mataron a sus padres. La había amado como a una hija. Y sí, le había prometido que haría todo lo posible para unirla con Devon. Pero ahora...

—No tengo poder —murmuró, casi derrotada—. El acuerdo fue sellado con sangre, y a eso se suma la voluntad de Matilda... y la historia de dos manadas enteras. Por otro lado, Devon no me escucha como antes. Y Alina... Alina ya es su esposa, querida.

Soriana se enjugó las lágrimas, pero sus ojos ardían con algo más que tristeza. Ardían con determinación.

—Entonces ayúdame —dijo, sacando de su manga un pequeño frasco de vidrio—. Es solo un polvo. Polvo de amor, así lo llaman las curanderas. Si se mezcla en vino caliente, o en la comida, hace que el hombre pierda el control. Que vea lo que quiere ver... Que sienta lo que teme sentir.

Martha la miró horrorizada al principio, pero luego bajó la vista hacia el frasquito. Era una salida. No honorable, pero... ¿acaso en la guerra alguna vez lo era?

Soriana continuó:

—Devon no confía en nadie. Pero en ti sí. Tú puedes preparar la cena, tú puedes decir que es un gesto de reconciliación. Solo eso, madre... solo una oportunidad para que me vea.

Y Martha, contra todo juicio, aceptó.

Esa misma noche, preparó la comida favorita de su hijo: cordero en salsa especiada, pan tibio, y una copa de vino dulce. Justo antes de servirla, espolvoreó el contenido del frasco en la comida. No tembló. No vaciló. Había hecho cosas peores por su familia.

Soriana se encargó de llevar la bandeja. Tocó la puerta del estudio de Devon, quien estaba revisando mapas bajo la luz de una lámpara de aceite.

—Mi señor —dijo con voz suave—. Es tarde y no ha comido nada. Lady Martha preparó esto para usted con sus propias manos. Dijo que debía cenar bien, al menos por esta noche.

Devon alzó una ceja, pero no sospechó. Tomó el plato sin mucho interés, le dio un par de bocados, bebió un sorbo del vino y siguió trabajando.

Pero pronto, la pluma se le cayó de los dedos. Un calor incómodo comenzó a recorrerle la piel. La luz de la lámpara parecía más brillante, más cálida. Su corazón latía con fuerza sin razón aparente.

Se levantó, tambaleante. Se quitó la camisa que empezaba a resultarle sofocante. El sudor le perlaba la frente. Respiraba agitado. Se acercó a la jarra de agua y bebió a tragos largos, mientras el líquido resbalaba por su cuello y pecho desnudo.

Fue entonces cuando Soriana entró de nuevo.

Vestida con un camisón ceñido, blanco como la luna, con bordados sutiles y el cabello suelto cayendo como una cascada oscura por su espalda, dio un paso hacia él.

—Devon —susurró—. Te ves... cansado. Deja que te ayude.

El Alfa la miró, confundido. Su visión era borrosa, pero el cuerpo de la mujer frente a él se le hacía familiar. Su aroma también. En su mente, el rostro de Alina se filtraba en su visión, como un espejismo.

Soriana se acercó, colocó las manos en sus hombros. Devon sintió un estremecimiento. Quiso alejarla, pero no pudo. Su cuerpo no le respondía del todo.

Y cuando ella lo besó, él respondió. No por deseo. Sino por la confusión. Por la droga. Por el deseo reprimido hacia otra.

El beso se volvió más salvaje, más urgente. Ella intentó desatarle el cinturón. Devon dio un paso atrás.

—No... esto no está bien —susurró.

Pero ella lo rodeó por la espalda, deslizó sus manos por su torso húmedo.

—Está bien si lo sientes —dijo al oído.

Devon cayó de rodillas, tambaleante, luchando contra su propio cuerpo. Volvió a beber agua desesperadamente, como si eso pudiera calmar la tormenta en su interior.

Soriana se arrodilló frente a él. Lo besó de nuevo. Devon sintió que perdía el control. Llevó las manos al camisón de ella...

Justo entonces, la puerta del estudio se abrió.

Era Alina.

Tenía en sus manos la ropa de diario de Devon, cuidadosamente doblada, como cada noche desde su regreso. Iba a dejarla sin decir palabra, como siempre.

Pero al abrir la puerta, se encontró con la escena: su esposo, semidesnudo, bañado en sudor, con Soriana abrazándolo desde atrás.

Y su mundo se detuvo.

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