Alina temblaba.
Sentada al borde de la cama, con las rodillas recogidas contra el pecho, lloraba sin consuelo. Su cuerpo aún recordaba la presión de las manos de Devon, la tensión en sus besos, la rabia mezclada con deseo. Pero lo que más dolía era la distancia con la que él había cerrado la puerta detrás de sí.
Esa noche, no durmió ni un segundo. Los pensamientos la devoraron. ¿Había hecho mal en enfrentarlo? ¿En decirle que no se arrepentía de haberlo elegido? ¿Era tan terrible su presencia, como para que él huyera hacia la oscuridad de su estudio?
Al amanecer, un sirviente entró en silencio y dejó una bandeja. Luego se detuvo, dudando.
—Mi señora… Lord Devon ha dormido en el estudio. No regresará a esta habitación. Ha pedido que le empacaran sus cosas, pues estará ocupado con asuntos oficiales y ha decidido establecerse allí por tiempo indefinido.
Alina no respondió. Solo asintió lentamente, conteniendo las lágrimas.
Horas después, ella misma ayudó a empacar sus pertenencias. Doblar las camisas. Guardar sus armas. Colocar los frascos de tinta y los pergaminos. Cada objeto era una herida más. Y aun así, no se permitió llorar delante de nadie.
Sabía la verdad.
Devon no quería verla. No porque la odiara… sino porque sentía algo que no quería sentir. Él huía porque temía caer en su mirada, en su dulzura, en lo que ella podía despertar en él.
Y también sabía que si la desplazaba públicamente a otro cuarto, los rumores se volverían imposibles de frenar. Así que, en su forma torpe de protegerla, decidió desaparecer él. Dormir en el estudio. Vivir entre mapas, estrategias y silencios.
A partir de ese día, casi no se vieron.
Devon continuaba vigilándola. Cada carta que escribía a su familia era revisada por sus hombres. Alina lo notaba: los sellos estaban rotos y cuidadosamente vueltos a sellar, los dobleces no coincidían. La confianza entre ellos seguía siendo un abismo.
Y aun así, Alina no dejaba de escribir. Su abuelo, su padre y su hermano menor necesitaban saber que estaba viva, aunque no supieran cuánto dolía cada día.
Una tarde, cuando el sol apenas se colaba entre las cortinas del gran salón, Matilda apareció. La abuela de Devon era una mujer de otra época: fuerte, templada por la guerra y la pérdida. Pero sus ojos seguían siendo cálidos. Ella aún creía en la esperanza.
Pidió ver a Alina y a Martha juntas.
Las tres se sentaron, entre tazas de té y un silencio espeso. Finalmente, Matilda habló.
—Ha pasado medio año desde la boda. Es momento de considerar… lo que viene después. El linaje. La sucesión.
Alina sintió un nudo en el estómago.
Martha frunció el ceño. Su tono fue gélido.
—¿Sucesión? No hemos visto rastro alguno de cercanía entre ellos. ¿Cómo puede haber un heredero si mi hijo no quiere tocarla?
Matilda la miró con firmeza.
—No puedes seguir sembrando hielo entre ellos, Martha. Devon debe soltar el pasado. Ella no es responsable de la traición de su manada.
—Quizá no —respondió Martha, con una media sonrisa sarcástica—, pero tampoco ha conquistado su corazón. Solo una mujer capaz de entender a un hombre como Devon podría darle un hijo. Y no veo eso aquí.
Alina guardó silencio. Estaba acostumbrada a los desprecios de su suegra. Pero lo que más dolía era que parte de lo que decía… era cierto.
Matilda, sin embargo, no estaba dispuesta a dejar que el resentimiento ganara terreno.
—Alina, querida, —dijo con suavidad— debes ser sincera con él. No dejes que las intrigas y los malentendidos arruinen esta unión. Habla desde el corazón. A veces, una verdad dicha a tiempo puede salvarlo todo.
Alina asintió con respeto. Pero por dentro, la herida seguía abierta. ¿Cómo hablarle a un hombre que no quería oírla?
Esa noche, Martha regresó a sus aposentos más tarde de lo habitual. Caminó con pasos silenciosos y mandó a cerrar las puertas. Luego mandó llamar a Soriana.
La joven apareció vestida de blanco, el cabello suelto, los ojos brillando con una mezcla de obediencia y ambición. Había estado esperando este momento.
Martha sirvió vino en dos copas, le dio una a Soriana, y se sentó frente a ella.
—El tema del heredero ha sido puesto sobre la mesa —dijo en voz baja, sin rodeos.