Devon, aún confundido por el efecto del polvo y su propia lucha interna, fijó la vista en la figura de Alina. Ella estaba allí, parada en el umbral, con los ojos abiertos de par en par, la ropa entre sus manos temblorosas. No dijo nada, pero el dolor en su rostro era evidente. Su respiración era superficial, como si le costara mantenerse de pie.
Un latido violento sacudió el pecho de Devon. Se incorporó con dificultad, apartando bruscamente a Soriana. El nombre de Alina se le atoró en la garganta, como si pronunciarlo fuera a desgarrarlo por dentro. Caminó con pasos torpes pero urgentes hacia ella y tomó su mano, con una fuerza que no buscaba herir, sino impedir que se alejara.
Alina, sin embargo, se soltó. El contacto le quemaba. Su pecho dolía, y ni ella misma entendía por qué. Solo sabía que algo dentro de ella se había quebrado. Sus ojos se nublaron con lágrimas que se negaba a dejar caer. Antes de que pudiera huir, Devon la levantó en brazos sin decir palabra y la llevó hasta la habitación. Su corazón palpitaba con violencia. La droga lo consumía, pero también un deseo más antiguo, uno enterrado en el silencio de su alma: el deseo de ella. Uno que no tenía que ver con el cuerpo, sino con algo más profundo, más visceral.
Alina temblaba. En sus brazos, se sentía diminuta, atrapada, indefensa. Sabía que algo no estaba bien. El calor del cuerpo de él la envolvía como una jaula. Su mente gritaba, pero su voz no salía. Cuando llegaron a la habitación, Devon cerró la puerta con un empujón y la dejó sobre la cama.
Sus ojos brillaban de un modo extraño, sus colmillos apenas visibles. El instinto de lobo se apoderaba de él. Su mano se alzó hacia la ropa de ella. Con un movimiento brutal, desgarró la tela. Las garras salieron sin control. Un arañazo involuntario cruzó el hombro de Alina, dejando una línea sangrante en su piel.
El dolor fue agudo, pero fue el miedo lo que la hizo gritar. —¡Devon, por favor, detente!
Sabía que si no lo detenía, no habría vuelta atrás: él la violaría. Esa idea la desgarró por dentro.
Su voz, cargada de miedo, rompió la niebla que nublaba la mente del alfa. Olió la sangre, vio la lágrima resbalando por el rostro de Alina, el temblor de su cuerpo encogido. Y algo en él colapsó.
Se apartó de golpe, como si se hubiera quemado. Respiraba agitado. —Prepara hielo —ordenó con la voz rota, quebrada por la culpa.
Ella, aún temblando, obedeció. Fue hasta la pequeña conservadora, vertió el hielo en un recipiente y lo acercó. Devon se sumergió en él sin decir palabra. El frío le quemaba la piel, pero también le devolvía la conciencia. El sudor seguía resbalando por su frente. Su pecho subía y bajaba con violencia.
Alina se sentó en el rincón, envuelta en una manta. Le dolía el hombro, pero más le dolía el alma. El miedo aún latía en sus venas. Devon, bañado en agua helada, se desplomó sobre el suelo, exhausto. Se quedó dormido, jadeando, vulnerable.
Ella se acercó, lo cubrió con una manta y se sentó a su lado. Sus dedos temblorosos rozaron su frente húmeda. Y por primera vez, se permitió aceptar que lo amaba.
Lo cuidó en silencio, sin esperar nada a cambio. Porque así parecía ser su amor: callado, herido, pero real. Aunque esa noche la marcara para siempre.