MELISA.
Salimos del coche y el aire cálido y salado me golpea el rostro. Es una sensación tan diferente a la fría tensión de la mansión de mi padre. Siento la arena en el aire antes de verla.
Kostas me toma firmemente de la mano. Su piel está fresca por el aire acondicionado del coche, un contraste con el sol que nos espera. Caminamos hacia la entrada de un resort que no tiene nada de modesto, pero sí mucho de discreto y lujoso.
Entramos en el lobby. El mármol pulido brilla bajo una luz tenue, y el sonido lejano de las olas actúa como un murmullo de fondo.
—No has dicho una sola palabra sobre dónde estamos —le murmuro, sin dejar de caminar.
Kostas no me mira, sigue recto hacia el mostrador de recepción.
—Lo prometido es deuda, Melisa. Un lugar donde nadie nos encontrará.
Llegamos a la recepción. No hay preguntas, no hay trámites largos. Todo es rápido, silencioso y eficiente. El recepcionista le entrega una llave y se dirige a Kostas con total deferencia.
—Señor Antonov. Su suite pres