KOSTAS.
El aire en mi oficina es denso, cargado de una tensión que corta la respiración. Me apoyo en el borde de mi escritorio de caoba, sintiendo el frío de la madera a través de mi traje. Frente a mí están Herodes, el jefe de la Sacra Corona Unita y padre de Melisa, y Nick, mi mano derecha. La llamada de los Mancini, esa burla cruel con la voz ahogada de mi Melisa, me ha roto algo por dentro.
La imagen de su sufrimiento, el terror en su voz... me revuelve el estómago. Ellos la tocaron. Y ahora, me están esperando en su guarida.
—La cita es clara —digo, sintiendo mi voz grave y áspera, conteniendo la furia que arde en mis venas—. Muelle 17, almacén abandonado. Solo. Dicen que me esperan solo a mí.
Herodes se levanta de golpe, su rostro es una máscara de granito. El jefe de la Sacra Corona, un hombre que ha visto y hecho atrocidades, tiembla. No por miedo, sino por el dolor de un padre.
—Es una emboscada, Capo —afirma, y su acento sureño es más marcado por la rabia—. Lo sabemos. Los M