KOSTAS.
No puedo detenerme, ni quiero. No dejo de besarla, no le permito recuperar el aliento ni el juicio. La beso con una intensidad que borra el sonido del motor y la existencia del conductor, con la única misión de grabar mi posesión en su alma.
La camioneta finalmente se detiene con un suave chirrido, y el movimiento abrupto nos separa. El chofer apaga el motor, creando un silencio denso. La realidad nos golpea.
La empujo suavemente hacia su asiento, obligándonos a separarnos. Su vestido está arrugado, sus labios hinchados, y sus ojos aún brillan con el deseo.
—Escúchame ahora, y escúchame bien —mi voz es severa, cortando la atmósfera para imponer el cambio de chip—. Hemos llegado. Olvida todo lo que acaba de pasar.
Me acerco, tomando su rostro entre mis manos para asegurar su atención, volviendo a ser el estratega frío.
—Herodes es un tiburón. Es astuto, y le gusta jugar al protector, al confesor. No importa si te sonríe o si te pregunta por tu familia con tono amable.
Hago una