MELISA
Me siento en la silla del comedor, sintiendo el frío de la madera. Son tres días de quietud forzada y este desayuno, lejos de la cama, es mi única victoria. Miro el plato frente a mí, pero el apetito no aparece. La casa está en silencio; Kostas y Nick no están, y el vacío de la ausencia me pesa tanto como el aburrimiento.
Me cuesta mantenerme quieta. Siento la energía acumulada en mis músculos, el impulso de levantarme y moverme, pero las palabras del médico resuenan en mi cabeza. Es una tortura.
Frente a mí, la empleada de servicio espera, en silencio.
Para romper el silencio incómodo, le hago la pregunta que se me ha cruzado por la cabeza.
—¿Cómo te llamas?
Su rostro se suaviza, y un pequeño atisbo de una sonrisa aparece.
—Mikeila, señora.
—Mikeila. —Repito su nombre, probándolo en mi boca. —Y... ¿cuánto tiempo llevas trabajando para Kostas?
—Prácticamente dos años, señora. Desde que el amo me compró.
La palabra amo cae como una piedra entre nosotros. Mi ceño se frunce en un