MELISA.
La oscuridad se disipa lentamente, y la conciencia regresa como una ola fría. Abro los ojos, y lo primero que percibo no es la luz, sino un olor familiar y fuerte: el café de Kostas y su loción.
Siento que estoy recostada en el sofá del despacho, no en el suelo. La cabeza aún me late levemente, y la sensación de náusea persiste, un recordatorio desagradable de la caída.
Muevo un poco la cabeza. El mundo se siente viscoso, lento. Miro mis manos. Están temblando. Intento enfocar la vista, y veo a Kostas arrodillado frente a mí, con una expresión que rara vez deja ver: preocupación genuina y casi pánico.
— Melisa, mi amor, ¿estás bien? —Me pregunta, su voz es tensa y grave—. ¿Cómo te sientes?
Trato de hablar, pero solo consigo un gruñido. El mundo cuando regresa es confuso, es como si una capa de algodón se interpusiera entre mis sentidos y la realidad. El mareo persiste, pero ahora estoy más concentrada en la punzada familiar y leve en mi vientre. No sé qué me pasa.
Antes de que