5

El guardia cerró la puerta detrás de mí y me encontré en una lujosa sala de reuniones. Como era habitual en el Cubo, había muchas ventanas que daban al jardín interior a mi izquierda. Tres pantallas planas enormes en la pared al otro extremo de la puerta, un aparador a lo largo de la pared lateral opuesta a las ventanas, con dos cafeteras y todo lo necesario para servirse una infusión, fuera té o café.

En el centro de la habitación había una mesa ovalada de cristal grueso con seis sillas giratorias tapizadas cuero negro. No había asientos adicionales. Si estabas allí, era para sentarte en la mesa principal.

Dos hombres me esperaban. Uno estaba sentado a la mesa, de cara a las ventanas con una laptop abierta ante él, mientras el otro estaba de pie junto a la ventana más alejada, mirando hacia afuera con las manos en los bolsillos. Noté una tablet y un teléfono al otro lado de la mesa. Seguramente pertenecían al hombre junto a la ventana.

El código de vestimenta de la empresa era relajado en la planta baja. Todos estábamos autorizados a usar jeans y tenis si queríamos, pero se ponía más formal a medida que subías de piso. Nunca había visto nada más que pantalones de vestir y camisas de manga larga para los hombres en el segundo piso, y faldas con zapatos para las mujeres. Era vox populi que en el tercer piso sólo había Armani y Prada. Estos hombres parecían confirmar la leyenda con sus trajes impecables. Afortunadamente, ese día yo llevaba mis pantalones de vestir, sandalias y una blusa de manga corta, porque hacía demasiado calor para mis jeans.

El hombre sentado en la mesa me hizo señas de que me acercara. Obedecí preguntándome de nuevo qué demonios estaba haciendo allí. Tenía un mal presentimiento. Como si estuviera esperando malas noticias.

—¿Vera Walsh? —preguntó el hombre sin alzar la vista de su computadora.

—Sí, señor —murmuré.

Me enfrentó alzando una sola ceja, sin el menor rastro de simpatía.

—O, ¿debería decir Verónica Walton?

Me quedé de una pieza, sintiendo cómo mi corazón se hundía en mi estómago, que se revolvía como si quisiera vomitar, y el aire en mis pulmones se hacía escaso. La falta de respuesta hizo que el hombre de la ventana se acercara a la mesa. Era alto, con el pelo castaño, facciones angulares y una mandíbula tan afilada que parecía esculpida en piedra. Sus ojos de un azul intenso se clavaron en los míos con una fría intensidad que me hizo estremecer al reconocerlo.

¿Salomon Ellis? ¡Big Sallie! ¿Qué hacía el mismísimo CEO en la misma habitación que yo?

Tomó la tablet y pareció compararme con algo en ella antes de mostrármela. Me temblaron las rodillas cuando vi la foto de mi prontuario en pantalla.

—Ésta eres tú —dijo, afirmación, no pregunta.

No había forma de negarlo. Ésa era mi yo el año pasado, los ojos hinchados y las mejillas arreboladas de llorar. Me quedé mirando mi propia cara mientras el otro tipo leía de su computadora.

—Fuiste sentenciada a 90 días de cárcel y dos años de libertad supervisada en East Aurora, Nueva York, por una colisión mientras conducías alcoholizada que resultó en heridas leves en las víctimas. El fiscal del condado de Erie te autorizó a mudarte a California hace ocho meses

Tragué con dificultad, escuchando esas palabras directamente de mi prontuario, incapaz de apartar la vista del CEO, que seguía mirándome como si quisiera leer en mi alma mientras se acercaba desde la mesa.

—Sabías que no aceptamos empleados con antecedentes, de modo que te conseguiste una identificación falsa antes de solicitar trabajo. —Dio tres rápidos pasos para detenerse a solo unos centímetros de mí, sus ojos azules ardiendo de ira—. Y apenas te sentiste cómoda, te pusiste de acuerdo con tu amiguita para estafarme.

—¿Qué? —exclamé confundida—. ¿De qué hablan?

—De Steffi Peterson —respondió el otro desde la mesa.

—¿Qué? ¿Qué hay con ella?

—Habrás notado que hoy no vino a trabajar. Es porque sabe que descubrimos su e****a y se fugó. La policía la está buscando en este mismo momento.

Me quedé mirándolos boquiabierta. Tenía que ser un error o una pesadilla. No había forma de que todo esto fuera real.

—Encontró cómo ingresar en el proceso de transacciones, y durante los últimos meses se dedicó a robarse unos pocos centavos de cada comisión que cobramos, desviándola hacia su propia cuenta.

—Imposible —musité—. Tiene que ser un error.

—Un error de medio millón de dólares —masculló Big Sallie iracundo.

Lo enfrenté con ojos desorbitados, hasta que reparé en un detalle que no tenía sentido.

—¿Y yo que tengo que ver con todo eso?

—Peterson hizo todos los movimientos fraudulentos con tu usuario —respondió el otro, mientras Big Sallie me daba la espalda bruscamente para regresar hacia la mesa, los puños apretados y los hombros envarados, tratando de serenarse un poco.

—¿¡Qué!? —exclamé estupefacta.

—Sabemos que no fuiste tú —gruñó Big Sallie, todavía dándome la espalda.

—Todos los desvíos se hicieron después de tu horario de trabajo, y grabamos su pantalla mientras hacía los últimos —explicó el otro con frialdad—. Pero aún queda ver si utilizó tu usuario con o sin tu consentimiento.

—¡Por supuesto que lo hizo sin mi consentimiento!

Big Sallie giró una vez más hacia mí, y su expresión endurecida iba a tono con la frialdad del otro.

—¿Sí? ¿Y por qué le creeríamos a alguien que utilizó una identidad falsa para ocultar sus antecedentes criminales?

Retrocedí por instinto, sintiéndome repentinamente acorralada. Quería despertar de aquella pesadilla. Abrir los ojos y encontrar Dylan durmiendo a mi lado, acurrucarme entre sus brazos que siempre me ofrecían seguridad y consuelo.

—Fue un delito menor —balbuceé, como si cambiara algo.

—¿Qué crees que pensará el detective a cargo de la investigación cuando sepa tus antecedentes y tu identidad falsificada? —insistió el CEO—. ¿Sospechará que estás involucrada en la e****a? ¿O se inclinará por creer que eres completamente inocente?

Me cubrí la boca con ambas manos para sofocar un gemido, los ojos llenos de lágrimas que rodaron incontenibles por mis mejillas heladas. Las palabras brotaron por sí mismas, empujadas por mi desesperación.

—¡No, por favor! ¡No me involucren! ¡Me revocarían la libertad supervisada y presentarían cargos criminales en mi contra! ¡La condena sería por varios años! ¡Me arruinaría la vida!

Los dos hombres intercambiaron una mirada inescrutable que me causó un escalofrío de puro terror.

—¡Por favor! —repetí sin contener mi llanto—. ¡Por favor! ¡Haré lo que sea!

Big Sallie se acercó a paso de carga como un toro furioso y se detuvo a pocos centímetros, traspasándome con sus ojos de hielo desde su casi metro noventa de estatura.

—¿Lo que sea? —preguntó en un susurro intenso, tan cerca que sentí su aliento en mi cara.

Asentí tratando en vano de enjugar mis lágrimas.

Él se volvió hacia el otro tipo con un cabeceo fugaz. El otro se incorporó de inmediato y salió apresurado por una puerta lateral, dejándonos solos. Salomon Ellis me enfrentó una vez más. Bajé la vista, incapaz de sostener su mirada.

—¿Harías lo que sea? —repitió.

Asentí de nuevo, y me quedé de una pieza al sentir que su mano se apoyaba abierta en mis glúteos.

—Entonces tal vez podamos encontrar una solución.

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