RACHEL MONROY
—¡Por favor! ¡No estás segura de que haya sido él! —bramó la enfermera molesta, cruzándose de brazos y frunciendo el ceño.
—¡Fue él! ¡Apuesto mi cédula profesional! —respondió la otra, igual de molesta—. El amor y el dinero no se pueden esconder, y ese hombre estaba que se derretía aquí mismo, donde yo estoy plantada, tomando la mano de la señorita como si de eso dependiera su vida. Además, ¿cómo sabría esa otra versión de los hechos si no lo fuera?
»Escúchame bien, no lo repetiré: ¡Fue él! ¡Él estuvo aquí!
—¿Quién estuvo aquí? —preguntó mi padre con su voz densa y profunda, pasando la mirada entre las enfermeras antes de posarse en mí.
—El… doctor de turno nocturno —susurró la enfermera con nerviosismo, retrocediendo, viéndome con complicidad, dispuesta a guardar el secreto de mi amor.
—Si nos disculpa, tenemos que ir por el doctor para que revise a la paciente, con permiso —dijo la otra enfermera, tomando a su compañera de la muñeca, evitando que se metiera en más pro