El amanecer en la mansión de Enzo no trajo el oro y la calma esperados, sino un tono grisáceo y opresivo. Para Sabrina, que se había dormido por pura extenuación al borde del pánico, el despertar fue abrupto. No fue el sol, sino una punzada fría y aguda en el pecho: un presentimiento. Era la sensación visceral de que algo andaba mal, como si la cuerda de su ansiedad se hubiera tensado hasta un punto crítico.
Se despertó en el centro de la gigantesca cama de seda, con la manta enrollada en sus piernas. El aire en la habitación se sentía denso, como plomo. A pesar de la advertencia del médico y su nueva determinación, el miedo de la noche anterior aún vibraba en ella. Se llevó una mano al vientre, una acción que ya se estaba volviendo instintiva, y respiró hondo, intentando anclar su mente en la realidad y no en el terror.
A cientos de kilómetros, en un hotel de lujo con vistas a una ciudad extraña, Enzo no había dormido. Había pasado la noche en una tensa reunión con sus lugartenientes