El sol ya estaba alto sobre la ciudad, pero en la suite de Enzo el ambiente era nocturno, pesado con la ansiedad no resuelta. Después de su breve y cargado intercambio con Sabrina, Enzo no podía concentrarse. La promesa que le había hecho —el trato de los besos y las vacaciones—, lejos de calmarlo, había actuado como un acelerador de la preocupación. Se dio cuenta de que tenía algo que perder, algo tangible, y esa nueva vulnerabilidad era un veneno para un hombre de su negocio.
Durante las siguientes dos horas, Enzo no se movió de la ventana. Su mente no era un lienzo, sino un torbellino de escenarios y probabilidades. No pensaba en el acuerdo de mañana; pensaba en el costo del fracaso. Si la reunión salía mal, la represalia sería inmediata, brutal y personal. La mansión, ese símbolo de su poder, se convertiría en el objetivo número uno.
Se dio cuenta de una verdad simple, pero paralizante: la mansión estaba llena de demasiado valor. No solo el personal y su mujer, sino los activos fí