Cordelia
Las puertas se abrieron con un chirrido de ultratumba.
—Por favor, que alguien ponga aceite en las bisagras —dije cortando un poco el dramatismo por el sonido tenebroso cada vez que se abrían o cerraban.
Dos demonios flanqueaban la entrada como si estuviera a punto de entrar a una maldita gala. Y en cierto modo, así se sentía.
No me dieron ropa.
Ni siquiera una mísera capa.
Iba cubierta solo con el vestido de espectros: una mezcla pegajosa y fría de sombra líquida que se deslizaba por mi piel dejando ver que estaba viva.
Era elegante, lo admito. Ajustado, con una abertura en la pierna y un escote en forma de corazón que me hacía sentir más vulnerable que sensual.
La mansión era un monumento al exceso: columnas talladas en obsidiana, paredes decoradas con relieves que parecían moverse si los mirabas demasiado tiempo, y una luz roja, pulsante, que no venía de ninguna fuente visible.
Cada paso me hundía más en el poder de ese lugar.
Estaba viva, pero era como si caminara