Cordelia
La cabaña no era tan solo una cabaña.
Era una enorme casa, con dos pisos, ventanales que reflejaban la luz de la luna y un porche que parecía sacado de una revista de lujo.
—¿A esto le llamas una cabaña? —exclamó Fernanda, llevándose las manos a la cara—. ¡Es una puta mansión! Pasar desapercibidos mis ovarios.
Damien se rió.
—No te preocupes, linda. Tiene hechizos protectores. Cualquiera que pase cerca solo verá campo.
Eso fue un alivio.
Aparqué el auto y cuando miré por el espejo retrovisor, los fantasmas ya no estaban. No había rastro de Fernanda ni de los otros tres.
Agradecí en silencio.
Necesitaba ese respiro.
Salí del auto y me giré para ayudar a Zeiren, pero él ya estaba ahí.
Alto, silencioso, con el ceño fruncido y las manos cerradas en puños.
Era mi sombra. No se alejaba de mí, pero tampoco decía nada.
Lo tomé de la mano.
Su piel estaba fría.
Entrelacé mis dedos con los suyos y lo guié escaleras arriba, buscando una habitación.
No lo presioné.
No intenté forzarlo a