Perspectiva de Sabrina
Arturo lo tomó, parpadeando.
—¿No estás… enojada?
Sonaba confundido, como si la ausencia de mi rabia significara que algo no estaba bien.
—No hay razón para estarlo —dije, con una voz tan suave como la seda—. Solo haces lo que crees que debes hacer.
Él sonrió, como si eso significara algo.
—Gracias por entenderme, cariño.
La puerta se cerró tras de él. Y así, me quedé sola de nuevo. En la misma casa, en el mismo sofá, pero yo ya no era la misma mujer.
Tres días más. Entonces, me iría para siempre.
«Espero que seas feliz, Arturo. De verdad, lo espero. ¿Beatriz? Eres todo suyo ahora, justo como siempre quisiste».
…
Arturo no volvió esa noche.
Me dije a mí misma que no lo haría, que, a ese punto, ya debía saberlo, pero eso no calmó el dolor.
Todavía quedaba una pequeña parte en mí, terca que mantenía la esperanza. Cuando esa esperanza quedó aplastada, como siempre, no me permití desmoronarme.
Tenía cosas más importantes que hacer que llorar por un hombre que había dejado de elegirme hacía mucho, así que me levanté temprano y preparé el desayuno para Ely.
Justo cuando estaba organizando la mesa, alguien llamó a la puerta. Era demasiado temprano para recibir visitas, por lo que mi corazón latió con fuerza.
Al abrir, noté que se trataba de un hombre con un traje negro impecable.
—¿Es usted la señorita Sabrina Márquez? Vengo de parte de la señora Vélez. Solicita su presencia, junto con la su hija, en la mansión Vélez.
¿La señora Vélez? ¿La madre de Arturo?
La misma mujer que una vez dijo que yo era una mancha en el nombre de su familia. Que Ely, mi hermosa y dulce niña, no era más que una carga, una hija ilegítima que jamás llevaría el apellido Vélez, mucho menos su cariño… ¿por qué me llamaba ahora?
El estómago se me encogió. Tras cada puerta en esa casa, había un juego. Sin embargo, no era tan ingenua como para ignorar su invitación, no con el nombre Vélez cosido a cada sombra de Nueva York.
…
El vestíbulo principal de la mansión Vélez brillaba como siempre, era frío, grandioso y costoso. Pero lo que captó mi atención no fue la lámpara de araña ni el suelo de mármol, sino la escena que me esperaba.
Sara Vélez estaba en el centro, como una reina en su trono. A su lado estaba Arturo, con Beatriz bajo su brazo, sonriendo como si ya hubiera ganado.
No tuve tiempo de recomponerme antes de que Sara hablara, su voz cortó el aire como una espada.
—La familia Vélez tendrá un niño —anunció, con los ojos brillando al posarse sobre el vientre de Beatriz—. Y ha llegado el momento de oficializar las cosas. Propongo que Arturo y Beatriz se casen antes de que nazca el bebé.
A mi alrededor hubo aplausos, risas y felicitaciones, pero yo solo me enfoqué en una persona: Arturo.
Él le sonreía a Beatriz como si ella colgara de las estrellas.
—Voy a ser padre —dijo.
«¿Voy a ser?» ¿Acaso había olvidado que ya lo era?
—Mami —susurró Ely, tirando de mi manga—, ¿papi va a tener otro bebé? ¿Voy a tener un hermanito o hermanita?
Me agaché y la tomé en brazos.
—Ay, pequeña…
Su pregunta fue inocente, demasiado inocente, pero atravesó la sala como un disparo.
Se escuchó el sonido de exclamaciones ahogadas, seguido de murmullos y pasos arrastrándose.
La voz de Sara se elevó como un latigazo.
—Algunas mujeres simplemente no entienden las indirectas —dijo, lo bastante alto para que todos la oyeran—. Arrastran a una hija bastarda como si fuera un boleto dorado. Las chicas de hoy en día creen que una noche con el hombre adecuado basta para trepar hasta la cima de una dinastía.
Se escucharon más voces.
—¿Esa es la hija ilegítima de Arturo?
—Ya está grande.
—¿Qué hace aquí? Esta celebración es de Beatriz.
Sara se levantó de su silla y se acercó, de forma lenta y deliberada, sus tacones resonaban como disparos sobre el mármol, hasta que se detuvo frente a mí, con la mirada dura.
—Sabrina —indicó—, te llamé para dejar clara tu posición. Tu hija y tú jamás serán parte de esta familia.
Miró a Ely como si fuera algo desagradable pegado a la suela de su zapato.
—Mi hijo merece ser feliz y eso no ocurrirá contigo. Así que escúchame bien: tu hija no es una Vélez. No me importa qué nombre le pongas ni qué mentiras cuentes, pero, a partir de hoy, no te atrevas a decir que es hija de Arturo.
Sonrió, con una mueca afilada, cruel y ensayada.
—¿Me entiendes?
Por un instante, me quedé congelada, atónita. No porque no supiera qué decir, sino porque no podía creer que lo hubiese dicho en voz alta.
Sara nunca me había querido y, por extensión, nunca había querido a Ely. Pero supongo que aún conservaba la ingenua esperanza de que su sangre, la sangre en una niña inocente, pudiera ablandarla; que, bajo el Chanel y el veneno, latía un corazón con un poco de decencia.
Pero no.
Acababa de llamar bastarda a su propia nieta delante de toda la familia Vélez, y probablemente de algunos de los personajes de los altos círculos de Nueva York.
Bien, si esa era la historia que querían contar, entonces yo escribiría el final, porque mi hija jamás sería la vergüenza de nadie.
Arturo se movió, como si por fin fuera a sacar el valor para defendernos.
—Mamá, no tienes por qué…
Beatriz le tocó el brazo, apenas un roce de sus dedos, pero eso bastó. Él se encogió y no dijo nada, como siempre hacía cuando más importaba.
Me volví hacia Sara y sonreí, de forma lenta y cortante, como una navaja.
—Muy bien —dije dulcemente—. Ely será solo mía. Desde hoy, no tendrá ningún lazo con el apellido Vélez.
Miré a la pequeña en mis brazos, a sus ojos tan brillantes, tan confiados.
—Cariño —le dije, apartando un rizo de su mejilla—, de ahora en adelante, llamaremos a papá «señor Vélez», ¿de acuerdo? Porque él… bueno, tu papá ha muerto hoy.
Sus labios se entreabrieron.
—Mami…
—¡Tú! —la voz de Sara restalló como un látigo—. ¿Acabas de maldecir a mi hijo? ¿Lo quieres muerto?
Pestañeé, fingiendo inocencia.
—Oh, no. Claro que no, jamás haría algo así. Solo… intento explicar las cosas de una forma que una niña pueda entender —le guiñé un ojo a Ely, besando su mejilla tibia—. ¿Verdad, mi amor?
Arturo estaba a tres pasos, con los brazos caídos y el ceño fruncido. ¿Dudaba? Tal vez, pero, si de verdad le importáramos, no habría permitido que su madre nos humillara. Su silencio fue más fuerte que cualquier bofetada.
Me dirigí hacia la puerta. Ya había escuchado lo que necesitaba; que mi hija ya no tenía padre, que nunca habíamos sido bienvenidas. Pues bien, mensaje recibido.
Pero, antes de cruzar el umbral, la empalagosa voz de Beatriz me detuvo.
—¿Sabrina? Escuché que Arturo te dio la joya familiar, el collar de diamantes. Ya sabes, cuando tuviste a Ely. Ahora que nos casaremos, pensé que… Tal vez podrías devolvérmelo.
No me giré, por lo que ella continuó:
—Me gustaría llevarlo en la boda. Y, dado que ya no serás una Vélez, tiene más sentido que lo tenga yo.