Capítulo 3
Fabiola alzó con lentitud su pierna blanca y suave, y con los dedos del pie jugueteó con la camisa de Ramón, rozándole de manera seductora el pecho de un lado a otro.

Poco a poco, fue bajando… hasta posar justo el pie en su entrepierna, donde comenzó a trazar círculos con cierta picardía.

Ramón tragó saliva en silencio, dejándose guiar por sus provocaciones. Segundos después, él bajó la mirada: estaba claramente emocionado. Y en su rostro ya ardía el deseo.

La sujetó por la cintura, y sus labios se fundieron en un beso intenso y brutal. Se besaban con urgencia, con las lenguas enredadas, el sonido húmedo y rítmico, llenando el cuarto como un susurro pecaminoso.

Su mano grande se deslizó con ferocidad bajo la blusa de Fabiola, desabrochó con habilidad el brasier y comenzó a acariciar sus senos, suaves como crema batida. La tela se agitaba al compás de sus movimientos, mientras él los recorría en suaves círculos, con una lentitud que rozaba la crueldad.

—Ah… mmm… Ella soltaba gemidos dulces, rendida por completo al placer.

Pero a él ya no le bastaba tocarla por encima de la ropa. Le subió la blusa hasta el cuello, le sostuvo los senos con ambas manos y se inclinó. Ella arqueó la espalda, sugestiva, alzándolos hacia su boca, ofreciéndose sin reservas. Él los atrapó de inmediato.

Yo tenía los labios temblorosos, pero ni una palabra salió de mi boca. Solo aceleré el paso con rabia, huyendo.

En el pasillo, me desplomé contra la pared, derrotada. Sentí que el pecho se me partía, como si el alma se desgarrara por dentro. Incluso la loba dentro de mí aullaba con desesperación.

Apreté los dientes con fuerza, obligándome a tragarme las lágrimas. Llorar por un asqueroso macho como él no tenía sentido alguno.

Ya más tranquila, me alisté para irme. Pero, justo en ese preciso momento, algo me hizo detenerme. En el basurero, vi ropa hecha trizas… y fragmentos rotos de fotos.

Abrí los ojos de par en par. Corrí desesperada hacia el basurero y saqué los restos con manos temblorosas.

Esa era la única ecografía que tenía de cuando estaba embarazada… ¡la única foto de mi hijo! Y esa ropa… la había comprado con gran ilusión para el bebé que venía en camino.

Al ver todo hecho pedazos, la rabia me invadió por completo. Corrí al cuarto donde ellos aún seguían revolcándose.

Al ver sus cuerpos entrelazados en la cama, grité furiosa:

—¡Par de desgraciados!

Ramón se sobresaltó enseguida, cubrió a Fabiola con la manta, se puso la camisa con torpeza y corrió hacia mí.

Me tomó del hombro y, visiblemente nervioso, intentó justificarse:

—Francisca, estaba borracho, la confundí contigo.

Sonreí con sarcasmo.

Sí, olía a alcohol, pero no lo suficiente como para creerse su propia mentira. Pero eso ya no importaba. Levanté los restos de la ropa y la foto destrozada, y mirándolo directo a los ojos, pregunté:

—¿Quién hizo esto pedazos?

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