ANASTASIA
El coche de Leo huele a cuero viejo y a ese ambientador de pino que siempre me hace arrugar la nariz, pero hoy, después de todo, me parece el mejor olor del mundo. Estoy agotada, como si hubiera corrido una maratón, pero la calma que siento es nueva, como si hubiera dejado una piedra enorme en el camino. Leo no dice nada mientras conduce, pero su mano sigue en mi muslo, un recordatorio silencioso de que está aquí. Cada tanto me mira de reojo, y aunque no pregunta, sé que está esperando a que hable si quiero.
Oliver está que se sube por las paredes cuando lo recogemos de casa de Lou. Mucho azúcar. Se le cuelga del brazo a Leo y le pide mil veces que lo levante del suelo. Después, todo el camino en coche hasta casa nos cuenta de sus aventuras en el parque y que —efectivamente— la "tía Lou" le ha comprado dos paquetes de golosinas y un helado.
—¡Otra vez! ¡Otra vez! —le exige a Leo al bajar del coche delante del edificio—. ¡Mira mamá!
Oliver se le cuelga del brazo y Leo lo leva