El autobús avanzaba lentamente entre el tráfico, como si no tuviera prisa por llegar a ningún lado.
Yo, sentada en la última fila, con los audífonos puestos, dejaba que la música me aislara del mundo. Esa canción… era perfecta. Tan honesta, tan cruda. Me preguntaba por qué nadie más la conocía.Supongo que eso también dice mucho de esta sociedad: le teme a lo real.
Suspiré, cerrando los ojos por un instante. Quería desaparecer, aunque fuera solo por los tres minutos que dura una buena canción.
Entonces, el autobús frenó de golpe. El sacudón me obligó a abrir los ojos. Al principio no entendí qué pasaba… hasta que lo vi subir.
Un chico. Tembloroso. Lleno de golpes. La camiseta rasgada. Sangre en el cuello.
Y lo peor de todo… esa mirada. Una mezcla de terror y desesperación.
Me congelé.
—No puede ser… —murmuré—. Ese chico… iba conmigo en la primaria.
Nadie más pareció reconocerlo. El conductor lo miró con desconfianza, pero no dijo nada. Los pasajeros evitaron mirarlo, como si ignorarlo hiciera que desapareciera.
Él caminó por el pasillo lentamente, como un espectro. Y a cada paso, mi pecho se apretaba más.
Ian.
El nombre vino como un susurro del pasado.
El niño callado, el que no hablaba con nadie. El que desapareció un día y nadie volvió a mencionar.Ahora estaba frente a mí, hecho un desastre, y algo en su presencia me hacía sentir… rota. Como si una parte mía que siempre estuvo dormida, despertara de pronto.
La canción terminó justo cuando llegó a mi fila.
—¿Puedo sentarme? —preguntó con voz baja, rasposa.
Asentí, sin entender por qué. Tal vez por piedad. Tal vez por curiosidad. Tal vez… porque una parte de mí lo necesitaba.
Se dejó caer junto a mí con un quejido sordo. Tenía la piel fría. Sus manos temblaban. Y esa sangre… no era del todo roja. Era más espesa, más oscura.
—¿Estás bien? —pregunté, apenas en un susurro.
Me miró con unos ojos que no parecían humanos.
Grises. Profundos. Hambrientos.—No debí volver —murmuró—. Pero tú… tú eres la única que puede detenerlos.
—¿Qué?
—Tú… tienes su sangre.
Antes de que pudiera responder, su cuerpo se desplomó hacia mí. Lo sostuve por reflejo, sintiendo su peso, su frío, y una vibración extraña en mi pecho. Como si algo muy antiguo… reconociera su presencia.
El autobús siguió su ruta como si nada pasara. Fue entonces cuando lo vi.
Un tatuaje, marcado en su cuello, como una espiral negra hecha de símbolos antiguos.
Palpitaba. Como si estuviera vivo. Pero segundo a segundo, las líneas empezaban a desvanecerse, como si la tinta estuviera siendo devorada desde adentro.—¿Qué es eso? —susurré.
Ian apenas abrió los ojos. Su voz era apenas un hilo de aire:
—El sello del clan… está muriendo. Y conmigo… todo lo que protegía.
Me acerqué más, sin saber por qué. Instinto. Compasión. Algo más fuerte.
Fue entonces cuando su mano temblorosa sujetó la mía.
—Perdón… Ciel.
—¿Perdón? ¿Por qué dices eso? —pregunté, confundida.
—No hay tiempo —susurró—. Ellos ya me sienten… Me siguen. Necesito... tu sangre.
Me alejé un poco, pero él fue más rápido.
Un movimiento. Una sombra. Un destello de colmillos que no vi venir.
Sentí el ardor agudo de la mordida en mi brazo. Mis músculos se tensaron. Un grito ahogado se formó en mi garganta, pero no salió. Ian sostenía mi muñeca con fuerza… y dolor. Su cuerpo vibraba como si estuviera rompiéndose por dentro.
—¡Ian… basta! —susurré, débilmente.
Entonces me miró a los ojos. Sus pupilas se dilataron. Una calma extraña cayó sobre mí. Como si el mundo se apagara alrededor. Como si mi mente se durmiera sin permiso.
—Lo siento —dijo con tristeza—. Pero si no lo hacía… no sobrevivía.
Todo se volvió borroso, oscuro
Después de unos cuantos minutos de la nada Abrí los ojos de golpe. Todo estaba en silencio. No había risas. Ni música. Ni Ian.
Parpadeé varias veces, aún mareada, tratando de entender por qué seguía en el autobús. El mismo autobús. Las mismas luces parpadeantes.
Pero ahora… vacío.Nadie respondió.
Solo el zumbido leve del motor apagado.Me miré el brazo rápidamente. El lugar donde me había mordido… no tenía nada.
Ni una herida. Ni una marca. Ni un rastro. La piel estaba intacta, como si nada hubiera pasado.Pero yo lo recordaba. Su voz temblorosa, su mirada triste, el ardor agudo de sus colmillos perforando mi piel.
¿Había sido un sueño? ¿Una alucinación?
—Señorita.
Una voz seca me sacó del trance. El conductor se asomó desde la parte delantera con una linterna.
—¿Está bien? ¿Se quedó dormida? Llegamos al final de la ruta.
Me levanté de golpe. La cabeza me daba vueltas. Busqué a Ian por reflejo, mirando entre los asientos vacíos. Nada.
—¿Y el chico? —pregunté—. El que subió conmigo… tenía sangre en el cuello. Se sentó a mi lado.
El conductor me observó como si no entendiera.
—Usted fue la única que subió en esa parada. Nadie más se subió después.
Me quedé en silencio. Las palabras no me salían.
Sabía que no estaba loca. Lo sentí. Lo vi. Y lo escuché."Perdón, Ciel", me había dicho.
Me había llamado por mi nombre.Entonces… ¿por qué no había pruebas de nada?
Bajé del bus como un fantasma. El aire nocturno estaba pesado, extraño. Algo en mí se sentía alterado, como si me hubieran cambiado desde dentro.
Y aunque no tenía marcas…
no podía dejar de sentir que algo había despertado.El hombre suspiró con fastidio y se rascó la nuca.
—Señorita… bájese ya. Voy a entregar mi turno esta tarde. ¿Quiere que llame a sus padres?
—No hace falta —respondí rápidamente, intentando parecer tranquila—. Solo me quedé dormida. Estudié hasta muy tarde anoche.
El conductor asintió, sin mucho interés, y volvió al volante. Yo bajé del bus sintiéndome más perdida que nunca.
El aire nocturno estaba fresco, y las luces de la calle dibujaban sombras largas y tranquilas sobre la acera. Aun así, sentía un leve temblor en las piernas con cada paso que daba.
Saqué mi celular y marqué el número de Isa.
Ella contestó al segundo timbre.
—¡¿Ciel?! ¿Dónde estás? Me dejaste en visto desde hace como dos horas, pensé que te habían raptado o algo.—Estoy bien… —murmuré—. Solo fue un día raro. Te juro que… no sé cómo explicarlo.
—¿Raro cómo? ¿De los que merecen chisme largo o café urgente?
—De los que ni yo me creo.
—Uy, peor. ¿Quieres que salga a buscarte?
—No, tranquila. Solo... quería escuchar tu voz.
Isa bajó el tono al instante.
—Estoy aquí, ¿sí? Cuéntame cuando quieras. A tu ritmo.
Colgué después de prometerle que la llamaría al llegar a casa. Pero no fui directo a casa.
Caminé por un rato, sin rumbo. Necesitaba aire. Necesitaba claridad.
Hasta que me detuve frente a otra estación de autobús, vacía, iluminada solo por una lámpara parpadeante. Me senté en la banca oxidada y, por instinto, toqué mi cabeza. Sentía un leve dolor… como si algo se hubiera roto por dentro.Luego bajé la mirada a mi brazo.
Ahí es donde me mordió.
Nada. Piel lisa. Ni una marca. Ni un hematoma.
—¿Qué fue todo eso…? —susurré, en voz tan baja que ni el viento me oyó.
—¿Ian? —mi voz sonó pequeña, quebrada.