Me senté en la banca oxidada de la estación y, por instinto, toqué mi cabeza. Sentía un leve dolor… como si algo se hubiera roto por dentro.
Luego bajé la mirada a mi brazo.
Ahí es donde me mordió.
Nada. Piel lisa. Ni una marca. Ni un hematoma.
—¿Qué fue todo eso…? —susurré, en voz tan baja que ni el viento me oyó.
El silencio me respondió.
Pero dentro de mí, algo ya había cambiado. Y lo sabía: esto no había terminado. Solo acababa de empezar.Un nuevo bus se detuvo frente a mí con un chillido de frenos cansados. Subí sin pensarlo mucho, buscando cualquier lugar donde esconderme de mis propios pensamientos.
Me senté junto a la ventana, puse los audífonos y abrí mi playlist.
—Solo otra canción… —murmuré, tocando “reproducir”.
La música comenzó a sonar suave, como un bálsamo. Me recosté un poco, dejando que la ciudad pasara borrosa por el vidrio.
Solo que esta vez, la canción no me aislaba del mundo.
me bajé en la parada y caminé hasta la casa.
Las luces de la calle parpadeaban como si dudaran de su propia existencia. Yo también dudaba de la mía.Mi mente repasaba todo lo que acababa de pasar: Ian, la sangre, su voz, su mirada… su mordida.
Toqué mi brazo. Nada.No había ni una sola marca. Ni rastro. Ni moretón. Nada que probara que todo eso fue real.¿Lo había imaginado? ¿Era eso posible?
Respiré profundo y crucé la verja. Al abrirse la puerta, allí estaban ellos.
Mi madre, sonriente como siempre. Y mi padre, con ese aire de grandeza que siempre lo rodeaba, como si tuviera un ejército invisible detrás de él.—¿Dónde estabas? —preguntó papá, frunciendo apenas el ceño.
—En el bus. Me quedé dormida. Estuve estudiando toda la noche —dije, bajando la mirada.
Mi madre asintió, comprensiva. Pero antes de que pudiera irme a mi cuarto, algo me impulsó a decirlo.
—Solo quiero entender algo… ustedes, antes de que yo naciera… ¿es verdad lo que siempre me dicen? ¿Fueron religiosa y sacerdote?
Ambos se miraron. Mi madre pareció incomodarse. Pero fue mi padre quien tomó la palabra, firme, como si repitiera un credo.
—Sí. Yo fui sacerdote. Y tu madre, monja.
Hasta que Dios nos mostró otro camino.Me quedé en silencio, tratando de encajar esa pieza en el rompecabezas que era mi cabeza.
—¿Y no se sintieron... culpables? ¿No fue como... una traición?
Mi padre dio un paso hacia mí. Su mirada era intensa. De esas que te obligan a escuchar.
—Dios me iluminó —dijo con voz grave—. Y decidimos tenerte. ¿Por qué te avergüenzas?
Tragué saliva. No esperaba esa pregunta.
—No es vergüenza... es confusión —murmuré—. A veces siento que no encajo. Que hay algo en mí... que no es normal.
Mi madre me acarició la mejilla con dulzura.
—Ciel... tú no viniste de la vergüenza. Viniste de una decisión valiente. Y si no te sientes normal, quizás sea porque estás destinada a algo mucho más grande.
Sus palabras me calaron hondo.
Subí a mi habitación en silencio. Me quité la chaqueta. Observé mi brazo una vez más.
Subí las escaleras con el cuerpo pesado, pero justo cuando pasé por la cocina, mi madre me llamó con esa voz suave que siempre usaba cuando quería que no discutiera:
—Ciel, siéntate un momento. Te serví la cena.
Obedecí, casi en automático. Me senté frente a ella, en la mesa larga de madera que parecía demasiado grande para tres personas.
Ella colocó frente a mí un plato de sopa caliente y pan tostado. Todo tan normal... tan familiar… y al mismo tiempo, tan ajeno.—Comí algo en la calle —mentí.
Ella me lanzó una mirada cómplice.
—Y sin embargo, estás temblando. Come, aunque sea un poco
la sopa humeante frente a mí. El pan estaba recién tostado, y el olor me habría dado hambre… si no fuera por el nudo en mi estómago.
Tomé la cuchara. Estaba a punto de probar el primer bocado cuando el golpe seco sobre la mesa me hizo saltar en el asiento.
—¡Primero la oración de los alimentos! —bramó mi padre con la voz firme, autoritaria.
Casi como si hubiera blasfemado.Levanté la mirada, algo avergonzada. Mi madre, sentada a su lado, bajó la cabeza con los ojos cerrados, como acostumbraba.
Yo tragué saliva y dejé la cuchara a un lado, obediente.
Mi padre comenzó a rezar. Su voz sonaba como un eco dentro de una catedral vacía:
—Bendice, Señor, estos alimentos que vamos a recibir por tu bondad, por Cristo Nuestro Señor…
—Amén —respondimos mi madre y yo en coro.
Solo entonces me permití tomar el primer sorbo de sopa.
Pero ya no me sabía a nada.Mi padre me observó con sus ojos profundos, inquisitivos.
—¿Tienes algo que confesar, Ciel?
—¿Confesar? —dije sorprendida.
Tomé la tostada con desgano y me la llevé a la boca, pero el temblor en mis dedos no me lo permitió. La tostada cayó al suelo con un golpe seco.
El silencio fue inmediato. Como si el tiempo se congelara.
—¡Ciel! —tronó la voz de mi padre, severa, casi como si hubiera cometido un pecado mortal—. ¿¡Qué te pasa hoy!?
—¡Nada! —exclamé, de pie de golpe, con los ojos brillosos—. ¡Estoy cansada, papá! ¡Cansada de fingir que todo está bien, de estudiar hasta quedarme dormida en un bus, de tratar de ser la hija perfecta que ustedes quieren!
Mi madre se quedó helada un segundo, luego se levantó rápidamente.
Su mano voló hacia mi rostro con tal velocidad que ni siquiera tuve tiempo de esquivarla.La cachetada me giró la cara.
El ardor se extendió por mi mejilla, pero dolía más el silencio que vino después.
—¡No levantes la voz en esta casa! —dijo con frialdad, conteniendo el temblor en su propia voz—. Te hemos dado todo. No tienes derecho a faltarnos al respeto.
Mi padre respiraba por la nariz, visiblemente molesto, pero no dijo nada. Solo apretó los puños.
Yo me quedé allí, con la vista clavada en el suelo… y la tostada rota a mis pies.
No dije nada más. No quería llorar. No delante de ellos.
—Con tu permiso —murmuré.
—¡Vas a sentarte y vas a comer todo! —dijo señalando mi plato con el dedo, como si fuera un castigo divino—. Si no lo haces, harás ayuno de oración por tres días, ¿me escuchaste? Y olvídate de la universidad. Olvídate de tu teléfono. Y de esa música asquerosa que te desconecta de Dios.
Me quedé inmóvil. ¿Ayuno? ¿Oración forzada? ¿Castigo espiritual por estar cansada?
Mi estómago se revolvió. No sabía si por el miedo o por el hartazgo.
—¿No vas a decir nada? —insistió él—. ¡Tú no decides cuándo te cansas, Ciel! ¡Dios te dio una familia, una casa y una educación sagrada!
Mis manos estaban cerradas en puños sobre el mantel. No dije ni una palabra más. Solo asentí.
No porque estuviera de acuerdo. Sino porque sabía que, en esta casa, hablar solo empeora las cosas.