El silencio no duró.
Ciel sintió el cambio antes que nadie.
No fue un sonido, ni una presencia visible.
Fue el peso en el aire… como si el mundo hubiese inclinado el eje solo un poco.
El niño, aún en sus brazos, respiró hondo.
Su pequeño pecho se elevó con dificultad, y por un segundo, una luz tenue —ni dorada ni carmesí— cruzó su piel.
Ian se acercó de inmediato.
—Ciel… —dijo en voz baja—. Algo cambió.
Ella asintió lentamente.
Lo sabía.
El eclipse había avanzado una fracción más.
A lo lejos, entre los árboles rotos por la batalla, la figura de Alexandre seguía en pie. No atacaba. No avanzaba.
Observaba.
Como un depredador que ya había marcado a su presa.
—No va a moverse —murmuró Ian—. Está esperando.
—No —respondió Ciel, con la voz tensa—. Está escuchando.
En ese instante, el suelo bajo sus pies vibró con suavidad.
No como un temblor… sino como un latido.
Uno antiguo.
Profundo.
Los símbolos que Artaxiel había despertado en la sangre de Ciel reaccionaron. Ardieron.
Ella apretó los di