El silencio pesaba tanto que parecía que el bosque entero estaba conteniendo el aliento.
El bebé estaba quieto.
Demasiado quieto.
Ciel sintió cómo su pecho se oprimía, un miedo helado trepándole hasta la garganta. Sus manos temblaban mientras acercaba al pequeño a su pecho, intentando sentir su pulso.
Un hilo.
Un latido débil, como si se apagara y volviera.
Ian se inclinó junto a ella, desesperado.
—Ciel… está reaccionando a tu energía. A la tuya y a la de él —dijo señalando a Alexandre con rabia contenida.
Alexandre mantenía la distancia, pero su rostro se había vuelto pálido, severo, casi angustiado.
—No queda tiempo —dijo con una firmeza que temblaba por dentro—. El eclipse de un recién nacido jamás debería activarse. Su cuerpo no puede sostenerlo.
Ciel levantó la vista, los ojos inundados de lágrimas y furia.
—¡Entonces haz algo! ¡Ayúdalo! ¡No solo hables!
Alexandre cerró los ojos un segundo… y algo cambió.
La frialdad habitual desapareció.
Cuando habló, su voz ya no era la del lí