La sala de la mansión de los Ripoll, que alguna vez se llenó de esplendor y elegancia, ahora se había transformado en un caos desolador. Las paredes, que habían sido testigos de innumerables celebraciones y risas, estaban cubiertas de sombras que parecían absorber la luz del día. Las ventanas, antes adornadas con cortinas lujosas, estaban desprovistas de su esplendor, dejando entrar una luz tenue y triste que iluminaba la escena con un aire melancólico.
Cajas de cartón y maletas de diferentes tamaños estaban esparcidas por todo el suelo, apiladas de manera desordenada, como si la urgencia de la situación hubiera desatado un torbellino de emociones. Algunas estaban abiertas, revelando su contenido: ropa arrugada, objetos personales y recuerdos que habían sido cuidadosamente empaquetados para una vida que ya no existía. El aire estaba impregnado de un olor a cartón nuevo y polvo, una mezcla que evocaba nostalgia y tristeza.
Greta, en su desesperación, había decidido llevarse consig