El sonido de los motores resonaba en la distancia, un rugido que se acercaba con una determinación implacable. Luis Fernando, desde la ventana, observó cómo una fila de vehículos oficiales se estacionaba frente a la mansión. Cada automóvil, con su distintivo emblema del tribunal, parecía un heraldos de la inminente calamidad. La llegada del tribunal era un espectáculo de poder y autoridad.
Los miembros de la comitiva descendieron de los vehículos con una precisión militar. Vestidos con trajes oscuros y portando documentos oficiales, se movían con una confianza que rozaba la prepotencia. La líder del grupo, una mujer de mirada fría y decidida, sostuvo un maletín que contenía las órdenes de desalojo. Su presencia era imponente, y Luis Fernando sintió un escalofrío recorrer su espalda al ver cómo se acercaba a la puerta principal con paso firme.
La puerta de la mansión, que había sido un símbolo de refugio y calidez, ahora se erguía como un umbral hacia la desolación. Los golpes en la pu