El resto de la semana pasó con una normalidad engañosa. Alex parecía más entregado que nunca: me acompañaba a la oficina, insistía en cocinar aunque sus intentos terminaran casi siempre en desastre, y me llenaba de detalles que parecían sacados de una lista secreta de "cómo ser el esposo perfecto".
Yo debería haber estado tranquila. Feliz, incluso. Y lo estaba… en gran parte. Pero también había algo más: esa intensidad nueva, esa manera de no querer soltarme nunca, me producía una mezcla extraña de seguridad y desvelo.
El miércoles, al salir de la oficina, me esperó en la entrada con una rosa escondida detrás de la espalda. La sonrisa con la que me la entregó me dejó sin aire.
—Para mi mujer —dijo con un tono solemne que no era habitual en él.
Lo abracé, conmovida, pero no pude evitar notar cómo varios compañeros lo miraban con sorpresa. Alex nunca había sido el tipo de hombre que buscara llamar la atención con gestos románticos en público. Siempre había preferido lo íntimo, lo discre