El martes amanecí con la cama fría a mi lado. Extendí la mano buscando su calor, pero solo encontré las sábanas revueltas. Me incorporé de golpe, convencida de que estaría en el baño o en la cocina, pero la casa estaba en silencio. Demasiado silencio.
En la mesa del comedor, ni una nota. En la cafetera, ni una taza servida. Nada. Se había ido sin despedirse.
Un nudo se me formó en la garganta. No porque fuera la primera vez —Alex solía marcharse temprano por trabajo—, sino porque después de lo que había pasado el domingo, lo mínimo que esperaba era un intento de hablar, una disculpa verdadera, una explicación.
Me arreglé en silencio y bajé. Manuel ya me esperaba en la entrada, impecable como siempre, con la puerta trasera del coche abierta.
—Buenos días, señora Isla —me saludó con su tono sereno.
—Buenos días, Manuel —respondí, intentando sonar normal, aunque mi voz me delató.
El trayecto al trabajo fue tranquilo. La ciudad bullía en su rutina, pero dentro del coche solo se escuchaba