El cachorro nos había robado la atención por completo. Corría de un lado a otro del salón, tropezando con las patas torpes y explorando cada rincón como si todo le perteneciera. Yo no podía dejar de reírme de sus ocurrencias, mientras Alex lo seguía con la mirada, divertido.
—Creo que vamos a tener las manos llenas con este pequeño —comenté, agachándome para recoger un cojín que había arrastrado hasta la alfombra.
—Y noches largas —añadió Alex, sonriendo—. Pero prometo turnarme contigo. No vas a estar sola en esto.
Sentí un calor reconfortante en el pecho. Esa promesa, tan sencilla, se sentía enorme. Me miró con esa expresión serena, casi orgullosa, y no pude evitar acercarme para darle un beso breve, agradecida.
—¿Y cómo lo vamos a llamar? —pregunté, mientras el cachorro intentaba subirse al sofá.
—Mm… pensé en “Noah”. —respondió, con naturalidad.
—¿Noah? —lo miré sorprendida, sonriendo—. ¿Cómo se te ocurrió?
Él se encogió de hombros, con una chispa en la mirada.
—No lo sé… lo sentí.