El día siguiente transcurrió con una calma distinta, como si cada rincón de la casa respirara un aire nuevo. Me desperté varias veces durante la noche, sobresaltada por recuerdos del ataque, pero cada vez que abría los ojos lo encontraba ahí: su brazo firme rodeándome, su respiración serena, su calor anclándome. No se movió ni una sola vez, como si hubiera jurado vigilar mis sueños.
A la mañana, cuando bajamos juntos a la cocina, el ambiente era distinto. Yo me sentía agotada, todavía vulnerable, pero también había algo en su forma de mirarme que me transmitía una fuerza renovada. Alex estaba pendiente de cada detalle: me preparó el café como a mí me gusta, tostó el pan, y hasta dejó que el cachorro trepara sobre sus piernas solo para hacerme reír.
—Hoy quiero que no hagas nada —dijo con firmeza, mientras servía el desayuno—. Déjame cuidar de ti.
Sonreí débilmente, aunque mi pecho todavía pesaba. —Alex… no hace falta que hagas tanto.
—Sí hace falta —me interrumpió suavemente—. Porque