El domingo era el cumpleaños de mi madre. El aroma a flores frescas y velas me dio la bienvenida nada más entrar en la casa de mi madre. Hoy era su cumpleaños, y todo estaba impecable: la mesa cuidadosamente arreglada, los globos discretos pero alegres, y un ambiente cálido que parecía envolverlo todo.
Alex caminaba a mi lado, su brazo rozando el mío con naturalidad. No había distancia entre nosotros, ni silencios incómodos, ni gestos medidos. Estaba allí, como siempre había sido, como parte de mi mundo.
—¡Feliz cumpleaños, mamá! —dije, abrazándola con fuerza.
—Mi niña… qué gusto verte —respondió, con ternura—. Y tú también, Alex. Qué alegría verte.
—Gracias, Helen —dijo él, sonriendo y besándome la mejilla antes de saludar a mi madre con un abrazo—. Feliz cumpleaños.
Su presencia se sentía familiar y tranquila, como si siempre hubiera formado parte de nuestras reuniones, de nuestras risas y de nuestra historia. Mientras nos acomodábamos en la sala, su mano buscó la mía bajo la mesa,